Un nostálgico dijo alguna vez que ya no se hacía “buena” música como antes. Que ahora había que soportar los berrinches de las poco inspiradas estrellas juveniles. Que estábamos condenados por siempre a escuchar a desafinados reggaetoneros que más bien parecen androides futuristas por el sonido robótico que el autotune les produce. Y, en medio de un suspiro, nos invita a recordar emocionadamente a los 90s de Nirvana, Pearl Jam y Radiohead; a los 80s de los Guns n Roses, Queen y Soda Stereo; a los 70s de Led Zeppelin, Pink Floyd y Sui Generis; y a los 60s de los Beatles, los Rolling Stones y los inicios del flaco Spinetta. Era un nostálgico rockero que no se había enterado que ahora hay más música que nunca… pero que casi nadie escucha (incluyéndolo a él).
Nunca antes en la historia de la industria musical se ha tenido tanto acceso a música de todo tipo como hoy en día. La proliferación del streaming ha desplazado al resto de formatos para consumir música, y ha puesto una biblioteca de más de 30 millones de canciones a disposición de cualquiera que esté dispuesto a pagar S/18.90 mensuales por Spotify (o S/0 si no te importan las propagandas). Resulta ilusorio decir que ya no se “hace buena música”, cuando existe tal abundancia que un 20% de las canciones presentes en dicha plataforma no han sido escuchadas ni una sola vez. ¿No deberíamos haber escuchado todo para emitir un juicio adecuado?
La gran paradoja de este mercado es que hay más música de la que se escucha, a pesar de que no se tenga que pagar ni un sol por hacerlo gracias a Youtube, Spotify, Apple Music o a las descargas ilegales. Desde que se creó Napster en 1999, los consumidores pasaron de tener que pagar un precio monopólico fijado por las discográficas, que tenían un acuerdo de exclusividad con sus artistas favoritos, a poder adquirir música completamente gratis. Dado que el precio de todas las canciones se hizo cero, lo lógico hubiera sido pensar que se generaría una demanda casi infinita por música que jamás sería satisfecha pues, ¿quién gastaría su tiempo en “producir” algo que no se puede vender? ¿No deberíamos habernos quedado sin ofertantes musicales? Sin embargo, la realidad fue opuesta: se hace más música de la que la gente está dispuesta a escuchar a pesar de que casi no se puede vender.
Un reciente y buen artículo de The Economist habla sobre la existencia de “The Long Tail” en el mercado musical. Este fenómeno consiste en que a pesar de la inmensa variedad de canciones que hoy se encuentran en el mercado, las reproducciones se concentran en un grupo muy reducido.
De hecho, el 96% de las canciones lanzadas en el 2016 vendió menos de 100 copias, concentrándose el grueso de las ventas (de 404 millones de descargas) en tan solo el 4% restante.
En otras palabras, hay un gran número de artistas que trabajan activamente haciendo nueva música que jamás es escuchada. Las épocas en las que los músicos buscaban conseguir un contrato con un sello discográfico se han quedado en el pasado. Ahora la masificación del internet, las redes sociales, el streaming y los programas para producir música desde tu propia casa facilitan “aparentemente” que cualquiera con suficiente voluntad pueda componer, producir y difundir su música. El problema, como evidencia Storm Gloor, es justamente que cualquiera puede hacerlo. El hecho de que sea más fácil que nunca poner en el mercado tu propia música implica que existe una competencia como nunca antes se ha visto. Ahora se tiene que luchar con propuestas musicales tan buenas que puedan conseguir siquiera una porción de una demanda que tiene mil opciones de otras canciones por elegir a un costo de cero soles.
Ya no se hace música como antes… ahora se hace bajo una competencia fortísima y con una esperanza de retorno económico mucho menor. No obstante, por algún milagro, se sigue haciendo más de la que efectivamente se escucha. Quizás sea producto de la pureza de una actividad tan humana como hacer música, que no es necesario más que el amor mismo por el arte para que siga desarrollándose. Así que ojalá que no desaparezca la oferta de nueva música. Ojalá que los incentivos no estén lo suficientemente distorsionados para permitir que algo así pase. Porque siguiendo una lógica simple, una mayor competencia debería forzar a que la calidad de las canciones ofertadas mejore, y por ello, en contra de lo que diría un nostálgico rockero, hoy debería hacerse mejor música que nunca.