Escribir sobre los reyes es una escritura desafiante. Así lo hace pensar el hecho de que sobre él recaen una serie de ficciones culturales dadas por sentadas, aun cuando nos hayamos desligado de aquel tiempo de las creencias legitimadoras de su poder absoluto. Algunas de estas ficciones son la de creer que puede existir una persona con el poder de controlarlo todo; y, de modo inverso, que en el mundo habitan individuos cuyo poder es totalmente nulo y que, por esa razón, son esclavos de algún tirano aprovechado. No hace mucho recordé un pensamiento borgiano a propósito de los sueños: como aquel rey que no soñó hasta cuando un hechicero lo hizo dormir en una pocilga. La frase encierra una intuición popular y un mito que muchas veces pasa desapercibido, pero que desde el punto de vista sociológico no deja de presentar complejidades serias: ¿es posible que una persona no tenga la necesidad de soñar? Más exactamente, ¿qué tan cierto es que un individuo tenga un poder tan amplio de acción que no le faltase absolutamente nada para vivir una existencia dulce y sin coacciones?
Pienso que observar la biografía de reyes y de figuras poderosas desde un punto de partida sociológico puede demostrar la realidad de que, en el mundo social, la independencia absoluta de una persona es imposible, ya que alrededor de ella se tejen redes de interdependencia que le obstaculizan una vida dulcemente vívida y sin coacciones. Puede ser una hazaña totalmente provechosa repasar la vida de grandes figuras heroicas a las que le atribuimos un poder inmenso e ilimitado como Alejandro Magno, Napoleón o algún rey francés del siglo XVII o XVIII con el fin de observar cómo una persona, teniéndolo todo, o aparentemente teniéndolo todo, puede sentirse igualmente angustiada al ver lo que le ofrece la vida. Por el momento, solamente me limitaré a describir un día cualquiera en la vida de un rey común y corriente de Europa para señalar que, incluso el hombre más poderoso del mundo, puede sentir similarmente las coacciones que siente un mendigo en una pocilga o un filósofo en búsqueda de trabajo.
El día a día de un rey es más difícil de lo que se piensa. Por lo general, no se trata en modo alguno de una vida perezosa y despreocupada como muchas veces la imaginamos. Un rey no tiene necesariamente la vida de un Jaime Bayly: no se levanta al mediodía y no puede dedicar su vida exclusivamente al placer de ocuparse a su afición o hobby, ya que ello le puede traer serios cuestionamientos de su círculo social más cercano… y más lejano también. Un rey no puede decir: “Me da igual lo que piensen los demás de mí”. Entre otras cosas, porque su poder y libertad depende de la opinión que los demás tenga de él, del hecho de que las personas bajo su reinado puedan sentirse seguras y tranquilas al saber que su rey busca la gloria y supremacía de su gente, y que no dejará en modo alguno que otra nación vecina pueda conquistarlos e invadirlos. Además, un rey puede ser ingenuo, torpe y no tener grandes ideas porque lo que lo hace tal, lo que lo hace distintivo del resto, es su pertenencia y posición particular dentro de la realeza. Es precisamente en el seno de la realeza, de la casa real, donde un rey vive sus más pesadas pesadillas, sus inseguridades y ansiedades ocultas.
En ese sentido, los moradores de la casa real, que no son solamente la familia del rey, sino un circuito social más amplio de nobles y grandes aristócratas que apreciaban mucho la opinión de su rey sobre ellos mismos y los asuntos públicos. El rey tenía, después de todo, el poder de decidir sobre la vida de los demás y sobre el estado particular del mundo. Era, como diríamos hoy, el responsable de emitir la última palabra de las cosas y. por eso mismo, tenía la responsabilidad de otorgar a cada uno de sus actos, tanto privados como públicos, una actitud ceremonial. El rey, en la casa real, no solo tenía que encargarse de los asuntos sociales de los demás y de sus propios asuntos, sino que tenía que hacerlo como rey, demostrando su honor divino y total poderío a través de las palabras, el vestido, la etiqueta y las actitudes más rutinarias. En su mentalidad no estaba, o no tenía que estar, la lógica del como sea, sino que imperaba la lógica del como lo haría un rey. Ser un rey y no dominar por completo la lógica del como lo haría un rey podría haber traído graves consecuencias tanto para su situación social como para el valor y aprecio que podría tenerse a sí mismo, vale decir, significaba un dolor para su propia estima.
Ante estas breves descripciones sobre el día a día de un rey, considero que no se puede decir que su vida está por completo fuera de coacciones. Tampoco se puede decir, por supuesto, que la vida de un rey estaba determinada por las restricciones sociales. Un rey, si quería, podía llevar una vida ligera y licenciosa, para dejar de preocuparse por los asuntos de Estado y vivir una existencia repleta de placeres, aunque desde luego esa decisión le iba a traer efectos de diversa índole. Y, dicho sea de paso, los hubo. Lo cierto es que no dejaron de sentir la presión de su existencia en el seno de su permanencia al interior de la casa real, en el palacio y en las interacciones cotidianas con la nobleza y la aristocracia, ya que dicha situación le hacía recordar constantemente su responsabilidad y funciones sociales como rey. Recuerdo que, cuando era niño, me decían que era el rey de la casa y sentía cierta satisfacción por ello, ya que comprendía que ser el rey de la casa significaba tener el poder de cumplir todos mis deseos. Ahora, con una mentalidad de sociólogo, no sé qué tan provechoso sería vivir como un rey. La pocilga, a decir verdad, se ve más atractiva.
Edición: Cristóbal Contreras