Veganismo, ovolactovegetarianismo, dieta paleolítica y la lista sigue. Siempre nos preguntamos qué dieta es mejor para nosotros, pero ¿qué dieta es mejor para el medio ambiente?
Que una dieta sea sostenible implica que habrá un mejor manejo de producción alimentaria; y por lo tanto, un mayor número de personas nutridas y un ambiente más saludable. Esto resulta una tarea compleja debido al contexto en el que nos encontramos: un significativo aumento poblacional acompañado de un espacio limitado para cultivos.
Los espacios usados para la agricultura cubren más de un tercio del área terrestre mundial. Por ello, es esencial basar nuestra dieta en alimentos que requieran poco espacio para producirse. Un ejemplo de cómo no sucede esto son las vacas. Estas gordas acaparadoras rumiantes requieren un amplio espacio para vivir y pastar y, además, tienen un impacto significativo en la calidad de los suelos y en el cambio climático (la ganadería emite el 14.7% de gases de efecto invernadero por la actividad humana y las vacas son responsables del 65% de esas emisiones).
Para el 2050, la producción alimentaria deberá haber crecido en un 60% y, según la ONU, para el 2030 deberíamos tener acceso universal a alimentos sanos, nutritivos, de producción sostenible, baratos, entre otras utopías. En la actualidad, las cifras nutricionales son alarmantes: la malnutrición significa un mayor riesgo de mortalidad que el alcohol, drogas y tabaco combinados.
Objetivos teóricos, pero necesarios. Problemas reales, pero insostenibles. ¿Cuáles son los pasos significativos por tomar?
Con esto en mente, EAT-Lancet vino al rescate. La comisión nutricional de la revista científica The Lancet ha publicado una dieta nutritiva y sostenible que promete cambiar la perspectiva sobre la alimentación y su industria. En resumen, la dieta fomenta el consumo de vegetales, frutas, granos enteros, legumbres, nueces y aceites insaturados, con un espacio para un gustito de mariscos, peces y aves de corral. Por el contrario, esta trata de reducir lo mayor posible la ingesta de carnes rojas, carne procesada, vegetales almidonados y azúcar y granos refinados.
Empecemos por el inicio del comienzo:
Frutas y vegetales: los reyes de la dieta “fit”. A pesar de no “llenar” mucho, son grandes proveedores de micronutrientes y ayudan a prevenir enfermedades cardiovasculares.
Granos enteros: mucho mejores que esos granos refinados que van con su cartera Louis Vuitton por el bulevar. Al no ser refinados, los granos enteros mantienen su valor nutricional y contienen una mayor cantidad de fibra. Así, su consumo se ve asociado con un riesgo reducido de enfermedades cardíacas, diabetes tipo 2 y mortalidad.
Nueces, legumbres, huevos, productos lácteos, pescado, aves de corral y algunos mamíferos: fuentes de proteína (así es, deja ese mix ridículo sabor Cookies&Cream y come nueces como ardilla en bajona). La negatividad ante el consumo de carnes rojas recae en su asociación con la incidencia de enfermedades cardíacas y menor longevidad en sus consumidores. El pescado y el pollo parecen seguir en la dieta ideal, aunque no abusen con el pollo a la brasa dominguero pues.
Ojo, la dieta está generalizada para un público global. Sin embargo, hay situaciones que requieren una dieta diferente a la sugerida en este reporte, como en los casos de anemia en nuestro país, donde es necesaria una dieta especializada para vencer esta condición. Además, el consumo de los alimentos mencionados depende de la etapa en la que se encuentre la persona. Si es infante, embarazada, anciano, etcétera. No entraré en esos detalles porque terminaría haciendo un meta-reporte del reporte.
Con esta lista de mercado, aseguramos nuestra salud y la salud del planeta (así es, chau vaquitas). En fin, imaginen el impacto que tiene la industria actual de alimentos: el espacio, los recursos, el almacenamiento, el transporte, la repartición, el procesamiento, la degradación y más. Todo esto es asimilado por nuestros cuerpos y por el planeta. Jameen con conciencia.
Edición: Daniela Cáceres