Ser sincera era mirarte a los ojos y decirte lo bien que te ves o lo mucho que me gustas. Era reconocer tus aciertos pero también reprochar ciertas actitudes.
Era tomar tu mano entre la gente y darte un beso en una playa porque no tenía nada que ocultar.
Ser sincera -incluso conmigo misma- era reconocer que te quiero cada día un poco más y que disfruto del tiempo contigo. Era decirte que me haces falta y que contaba las horas para verte.
Sobre todo, era no fingir y mostrarme transparente; era no privarme de darte un abrazo o de hacerte compañía.
Aunque “cursi”, era abrir mi corazón y contarte mis más profundos anhelos – era algo tan cotidiano como caminar por la calle y contar las estrellas en la inmensidad de la noche.
Ser sincera era no tener vergüenza de aceptar lo evidente y de enfrentarlo. Implicaba demostrar seguridad y determinación en cada palabra y en cada acto.
Irónicamente, al final del día, también implicaba hacerme más frágil y vulnerable frente a ti y a lo que pudieses pensar y, por qué no, dejar de hacer.
A pesar de todo ello, vale la pena tomar el riesgo de querer y demostrarlo un poco más; porque, aunque, como dice Mario Benedetti en La Lluvia y Los Hongos –la sinceridad siempre nos llevará a odiarnos un poco- finalmente, será mejor odiarse un poco sabiendo la verdad que “amarse” viviendo en una mentira…¿o no?