Ante la lectura de una pieza de arte por parte del espectador, prima el contexto de determinada sociedad a la actividad artística, y a partir de los hechos actuales, juzgar y otorgarle significados que creemos le pertenecen por encima de todo. Si de una fotografía se trata, claro es que, siendo una de las fuentes directas de información para distintas disciplinas académicas como el periodismo, este patrón se insensibiliza aún más y desde ya le concedemos esa cualidad informativa a priori, estigmatizándola, creyendo que su única función es la de transmitir atisbos de realidad local.
Ahora bien, si evocamos esta realidad en nuestra memoria a los difíciles años 90 tan similares a este 2020 y la crisis a la que nuestro país se encontró sometido –algunas cosas no han cambiado-, inmediatamente pensamos en una época de terror nacional, de modo que nuestra mente abre un inventario de imágenes de un Perú devastado, con sus calles expuestas, autoridades y militares en los campos de batalla, ciudadanos caminando con cautela y miedo.
Es así que tal como ahora sufrimos ante la actual crisis política, social y económica, y que por aquellos años en donde el Perú también fue testigo del terrorismo y las incesantes disputas en el Gobierno, seguimos ignorando otro mundo, uno encerrado que damos por invisible, habitado por fantasmas pero que posiblemente y a pesar de que no pudieron ser testigos directos del desorden aquel, vivían su propio infierno, alejados y abandonados del sector visible, incluso abandonados por sí mismos.
El fotógrafo Roberto Huarcaya nos va a hacer comprender en 1994 y hasta hoy, que esta no es la figura que por aquellos años los pacientes del hospital psiquiátrico Víctor Larco Herrera mostraban. «La “locura”, dice Roberto, desde siempre ha generado temor y se ha intentado recluirla». En efecto, no es de otra manera; cuando pensamos en un centro de salud mental, evocamos un asentamiento tétrico creado para personas ajenas a nuestra lógica, totalmente distantes de los acontecimientos del exterior. Pero, ¿qué tan cierto es esto? ¿Existe acaso aún ese preliminar en nuestro imaginario colectivo que nos impide conectar con los pacientes, los “locos”?
Amarga y cruel es la satisfacción que se siente al saber que estamos en nuestros cabales, bajo ningún motivo comparados con ellos. En la serie de fotos La nave del Olvido, Roberto Huarcaya captó una esencia, un alma a la cual al hombre común y corriente le cuesta acercarse. Cada uno de los detalles en cada una de esas fotografías agobian nuestra visión y dirigen nuestras pupilas al fuego central de esa esencia, a la mirada de los pacientes. Ellos tenían algo para decirnos, y ese verbo sigue estando hasta hoy en sus rostros porque algunos de los pacientes pudieron haber desaparecido –mentiras piadosas-, pero su identidad ha sido impregnada para siempre en aquellos cuarenta papeles sobre algodón.
Para dicho propósito, Roberto les permitió como quizá ninguna otra persona, por ese entonces, ni un médico, o enfermera, la libertad de elección –siquiera en el hospital– de ser retratados para la posteridad. Tenían que sentirse cómodos, respetados y fue de esa manera que aceptaban o no la propuesta. Ellos elegían la fecha, hora, lugar, incluso la vestimenta. Tanta era la amplitud de sus opciones que Roberto no presionaba el disparador hasta que sus emisores no se hayan ubicado según su querer. Creó «un puente entre estos espacios de reclusión y la sociedad, para ver que tal vez las similitudes son mucho mayores que las diferencias y que esa aparente distancia es solo eso, apariencia. Para lograr esto se trató de restituirles la posibilidad de elección, de decisión»
En la fotografía número 7 vemos a un hombre de avanzada edad con los brazos cruzados, firmemente de pie ante la cámara de otro hombre que no volvió a pisar el hospital hasta años después. Decidido, el retratado pisa un conjunto de cuadriláteros negros y blancos que juega con nuestra ilusión; parece acercarse más a nosotros que esconderse al fondo, donde percibimos una pared desgastada por la antigüedad del lugar. Hacia la izquierda, tenemos un arco de puerta vacío que a su vez nos introduce en un segundo espacio vacío, y que como ahora conocemos, corresponden a los cuartos de baño.
Él nos mira fijamente, decidido a mostrarse como en un espejo, abriendo las puertas de su incertidumbre, de su nostalgia –quiso contarnos su historia. Aquel perturbador personaje había elegido el lugar que le correspondía frente a la cámara, y con pesadumbre se aferra a su grueso saco negro. Al respecto, Roberto nos cuenta que “El hombre de los brazos cruzados era un chileno que vivía en Arequipa. Lo internaron sus hijas porque al parecer había agredido a su mujer. Cuando lo conocí tenía años ahí, cuarenta y dos. Los demás decían que había matado a su esposa, pero no había certeza de eso. Después de un largo retiro fui a verlo, a visitarlo y me dijeron que ya no estaba… desapareció…”
En conclusión, se hace evidente en esta dinámica la formación psicológica que recibió nuestro fotógrafo, de manera que no resultará sorprendente enmarcar este trasfondo más que humano-social, acaso psicoanalítico por medio del cual se incita reconstruir la imagen de los internos. Así, surge de esta dinámica el diálogo entre ambas fuentes de poder; por ello, la fotografía viene a ser solo un fragmento del infinito y complejísimo intercambio de miradas, palabras, respiraciones y tensiones. En este sentido, el momento en cuestión lleva como nombre la Nave del olvido, la cual nace, crece y muere en ese trance, pero al mismo tiempo sigue existiendo para los habitantes que virtuosamente se reencontraron a sí mismos en aquellas cuatro paredes.
Edición: Kelly Pérez.