“Qué extraño llamarse Federico”, exclamó el cineasta italiano Ettore Scola en la última obra que hizo en vida. No quiso darle fin a su extensa carrera sin antes ahondar en la relación con su amigo y compañero de profesión, Federico Fellini, cuyo centenario de nacimiento fue celebrado a inicios del año. Igual de extraños son los tiempos que vivimos, donde estamos privados de asistir a eventos sociales, teatros y salas de cine para evitar contagiarnos de un virus. Aunque suene paradójico, advirtiendo que hablamos de un experto en el arte de mentir, Fellini casi nunca iba al cine, pero de seguro extrañaría el circo.
A lo largo de la historia se han realizado varios largometrajes que se sumergen en la vida circense, cada uno con un punto de vista propio sobre lo que significa y representa esta actividad tanto para los que participan de la función como para los espectadores (destaco El circo de Chaplin, Freaks de Tod Browning, y Noche de circo de Bergman). Estar bajo la carpa y viajar sin rumbo fijo en los vagones de un circo ambulante puede significar para algunos la idea de libertad, el hecho de alejarse de la rutina diaria y de la imponente ciudad, el poder dejar a un lado los sueños frustrados. Para Fellini, el circo sobrepasa el espectáculo. Para él, “es una experiencia de vida”.
En el principio de su carrera, Fellini adopta las estructuras y planteamientos del neorrealismo italiano; sin embargo, sus obras se van alejando del estilo neorrealista, asumiendo características que colocan lo visible en varias dimensiones suspendidas entre realidad y sueño. Asimismo, cuenta historias que se nutren de la vivencia personal y colectiva: “En mi trabajo, todo y nada es autobiográfico”. Desde Satiricón hasta La voz de la luna, su última película, se encarga de exaltar aquellos aspectos que forman parte del imaginario felliniano. No obstante, sus personajes adquieren mayor consciencia del vacío existencial, por lo que tienden a fabricar máscaras de alegría simulada para ocultar sus verdaderos sentimientos. Un aire fúnebre cubre gran parte de su etapa creativa final, donde la muerte cobra un protagonismo mayor en el relato (Brunetta, 2008). Centrémonos en Los Clowns, documental de ficción realizado para televisión que cumplirá 50 años y que Fellini dedica al tema del circo, por primera vez, en solitario.
La leyenda relata que, cuando llegó el circo a la ciudad de Rímini, un piccolo Federico escapó de casa y se integró por un tiempo a dicho espectáculo. “Soy un mentiroso, pero sincero”, menciona el mismo Fellini, por lo cual nunca sabremos con exactitud si esto ocurrió en realidad. El arribo del circo da pie a la secuencia inicial de Los Clowns. El niño Fellini mira ingenuo como alzan la carpa durante la noche. Al día siguiente, le pregunta a su mamá qué significa todo ese despliegue y por curiosidad asisten a una función. En medio de la estrambótica presentación, rompe en llanto y abandona el recinto. ¿Qué sucedió?
En el largometraje, el mismo cineasta se plantea la pregunta. Era de suponerse que iría a divertirse, pero pasó todo lo contrario: estaba aterrorizado. Ese revoltijo estrafalario de figuras grotescas y burlonas, de locos de remate que se golpean entre sí, de un submundo absurdo donde reina la locura, se le hizo extrañamente familiar. Para Fellini, la ceremonia circense evocaba a su querida ciudad, protagonista de tantos de sus filmes, y a los personajes que la habitaban compartiendo el día a día (véase Amarcord, una de sus obras maestras). Los vagabundos, los creyentes radicales, los traumados por la guerra, los borrachos, las autoridades fascistas, los niños, e, incluso, aquellas musas refinadas, poseedoras de despampanantes posaderas y senos desorbitados, admiradas y deseadas por todos los hombres del pueblo, a las cuales Fellini registraba sin tapujos y con fascinación; todo ese conjunto de seres gozaba de aspectos similares a los clowns que veía en el escenario.
Luego de una serie de entrevistas a clowns y escenas que mezclan lo real y lo fantástico, Fellini, su equipo (igual de raro) y un experto se cuestionan, con un tono lúgubre, lleno de melancolía, sobre si el circo tal como lo conocen ha llegado a su fin. El último acto es la muerte del clown, en mi humilde opinión, uno de los funerales cinematográficos más memorables y a la vez extraños. Los clowns se reúnen en el escenario para llorar la muerte de uno de sus compañeros, pero sin dejar de hacer sus ridiculeces y fechorías, sin dejar de ser absurdos y grotescos. La carroza fúnebre se acerca y es hora despedirse. Es la tristeza del fin. Es la celebración de la vida. En medio del alboroto, del desenfreno, a Fellini le preguntan qué mensaje quiso dar con la película. Inmediatamente, un balde le cae en la cabeza y deja la interrogante sin respuestas. Y es que esa labor recae en cada uno de los espectadores. Para recordar y conmemorar al extraño Federico, ese genio que ve lo extravagante como bello, no hay mejor manera que viendo sus películas, sus universos felliniescos.
Edición: Kelly Pérez V.
Fuentes bibliográficas:
Brunetta, G. P. (2008). Guía de la historia del cine italiano. Lima: Instituto Italiano de Cultura
Fellini, F. (1998). Fellini por Fellini (Cuarta. ed.). Madrid: Editorial Fundamentos
French, P. (26 de octubre de 2014). I Clowns review – Philip French on Fellini’s beautifully made 1970 documentary/memoir. The Guardian. Recuperado de https://www.theguardian.com/film/2014/oct/26/i-clowns-review-philip-french-fellini-1970