Si bien más del 93% de votantes en esta última segunda vuelta optaron por uno de los dos candidatos, esto no tiene por qué traducirse a simpatía o entusiasmo. Es una dinámica similar cada cinco años. Primera vuelta, una candidatura que quizá inspire un mínimo de confianza. Segunda, la que menos náuseas genere. Ante tristes espectáculos semanales, es entendible que haya quienes quisieran optar por dejar de lado las noticias de política y enfocarse en la vida diaria. La Real Academia Española define a un “apolítico” como alguien ajeno a la política. Etimológicamente simple, ¿verdad? Ojalá fuera así de fácil en la práctica.
Las decisiones de quienes tienen las riendas del país pueden tener un impacto directo en nuestro día a día. Este se puede dar, por ejemplo, en el reconocimiento de derechos para minorías y poblaciones vulnerables, el avance de la campaña de vacunación contra la Covid-19, o las fluctuaciones en el tipo de cambio.
Quienes quisieran optar por aplicar el dicho “ojos que no ven, corazón que no siente” deben considerar que es muy probable que, tarde o temprano, sientan (valga la redundancia) el impacto de un potencial descalabro político. Todos hemos escuchado las frases “al final, todos roban” e “igual tengo que ir a trabajar mañana”. Sí, es obvio que nuestro destino no está supeditado a todo lo que pase en las altas esferas de los poderes del Estado. Es obvio que el Estado no va a resolver todos nuestros problemas. Pero no por eso podemos pretender que nada importa.
Décadas de normalización de la corrupción, del fin como justificación de los medios, y de la ley del más vivo nos llevan a un (parafraseando a cierto cínico ex-presidente) panorama desolador. El “roba pero hace obras” nos explotó en la cara con el escándalo del Caso Odebrecht, que debió marcar un punto de quiebre. Al ver a quienes justifican los sucesivos escándalos del gobierno del lápiz con el argumento de “el fujimorismo también lo hizo”, queda claro que no fue así.
Si como todos roban, entonces da lo mismo, ¿cómo podemos como sociedad estar alertas cuando la democracia o el Estado de derecho estén bajo amenaza? Claramente, esto no solo se aplica al gobierno de Perú Libre. Nuestro país es la epítome de la inestabilidad política en esta parte del mundo. Sí, somos el país que encarcela a sus expresidentes por cometer delitos, pero también el país que puede tener tres presidentes en una semana y luego tener uno invisible por dos meses (como para hacer juego con el alcalde de la capital).
Que ni la izquierda ni la derecha peruana tengan autoridad moral alguna para criticar a la otra posiblemente sea verdad. Que las ramas conservadoras, autoritarias e ineptas de cada una sean quienes ocupan las primeras planas es totalmente cierto. Pero eso no quiere decir que uno como persona tenga que mantenerse al margen de todo. Tampoco quiere decir que si uno es de centro tenga que mantener siempre una posición equidistante de ambos lados del espectro. Uno puede tener coincidencias con quienes alertan del peligro de un modelo estatista y fracasado, pero también con quienes recuerdan la constante amenaza a la democracia que es el fujimorismo.
La política, entendida como un fenómeno social de la más grande escala, no tiene por qué ser militante o partidaria. No comulgar con ningún político, o sentir que ninguna agrupación política te representa (ya sea por aliarse a un gobierno radical o hacerse ojitos con un partido filofascista extranjero) no quiere decir que uno deba desentenderse.
Incluso en la mirada más escéptica o cínica sobre la política, siempre debe haber un espacio para preocuparse por el buen funcionamiento de la sociedad, por el respeto irrestricto a los derechos del prójimo y por el mantenimiento de un mínimo de orden entre quienes tienen en sus manos el futuro de la nación. Ojalá el término “apartidario” fuera tan o más conocido que “apolítico”. Así, desde la sociedad civil, podría construirse un contrapeso más fuerte que cualquier agrupación partidaria, que surja desde un interés genuino por el bienestar de nuestro país: principios en vez de dogmas.
Está bien apagar el televisor. Pero no hay por qué cerrar los ojos.
Editado por: Ana Herrera