En un Perú, las niñas y mujeres tienen miedo —o simplemente no pueden— salir solas a la calle por temor a ser agredidas o violentadas, con justificadísima razón como vimos con el último caso de la niña violada y asesinada en SJL. En otro Perú, los hombres seguimos tratando a las mujeres como objeto (sexual), burlándonos y riéndonos, sin darnos cuenta del daño que se hace.
Mientras en un Perú, el 30% no tiene acceso al agua potable y enfrentamos una grave situación de estrés hídrico; en otro Perú, el de Miraflores y San Isidro, consumimos 5 veces más agua de lo recomendable. ¿La mayor ironía? Los pobres, que deben obtener el agua de cisternas, pagan 3 veces más por litro de agua que los ricos.
Un Perú quiere compartir su historia de sufrimiento a través de manifestaciones como las tablas de Sarhua, las cuales iban a ser expuestos en el MALI luego de pasar por el extranjero. Sin embargo, el otro Perú censura la muestra por supuesta apología al terrorismo (descartada con una revisión mínima), y no quiere ver más allá de Tarata. El mensaje parece este: “importa mi historia, no la tuya”.
Mientras un Perú sufre por la caída del precio de la papa porque de eso depende la subsistencia de miles de agricultores en los próximos meses; en otro país llamado también Perú nos reímos de sus reclamos, somos ajenos de todo conflicto y marcamos claro la distancia. La solución del Gobierno: comprar la papa a los productores. ¿Qué se viene? Más conflictos. ¿Reflexión sobre lo acontecido o lecciones aprendidas? Cero.
Mientras un Perú reclama por justicia y diálogo, en el otro Perú se vive un cuento de hadas, se culpa a otros –o a supuestos extremistas– de los propios errores, y todo está perfecto.
¿Qué estamos haciendo? ¿Hacia dónde vamos? Los dos Perú tienen más en común de lo que se imaginan: compartimos el mismo futuro.
La reconciliación y la unidad no se fuerzan o se imponen, se construyen. No se trata de perdonar y olvidar, o de tomar medidas populistas que solucionen los problemas por un tiempito, sino de tender puentes verdaderos de diálogo que permitan construir esta reconciliación entre peruanos. Diálogo sincero, donde prime el reconocimiento y el respeto. Sigo esperando el diálogo con las víctimas. Es darnos cuenta que el Perú va más allá de nuestro entorno y miedos, y que el sufrimiento de un grupo de peruanos no puede valer menos que el de otro.
(Miremos el ejemplo del Papa Francisco. La unidad que mostraron los peruanos ante su llegado, desde sectores conservadores hasta los más progresistas dentro de la Iglesia, y hasta fuera de ella, fue algo que se pudo contruir bajo su liderazgo. No se impuso. Eso mismo necesitamos con la reconciliación: no se puede imponer. Se tiene que construir reconociendo las realidades muy diversas y sabiendo que nadie es dueño de la verdad por más títulos o trayectoria que se tenga).
Muchas veces son los jóvenes, sin los temores (válidos) del pasado, quienes están dispuestos a tender estos puentes de diálogo y tienen la energía para hacerlo. Caemos en la cuenta de que nuestra percepción de las cosas no es única, que existe un país más allá de lo que vemos o hemos vivido, y que hoy no tenemos la necesidad de construir barreras mentales o físicas que nos impidan acercarnos al otro Perú. Hay cosas que pueden –y deben– ser cambiadas, y para lograrlo necesitamos salir de nuestra burbuja e ir al encuentro del otro, entendiendo las diferencias. Aunque los jóvenes nos equivoquemos, me presto una frase del Papa Francisco, no nos podemos dejar robar la esperanza. Seamos el puente entre los dos Perú.
Mientras tanto, recordemos: la reconciliación y la unidad no se fuerzan, se construyen.