Las protestas en el país vecino de Chile no han cesado; es más, se puede decir con mucha seguridad que están por llegar a un punto todavía más álgido. Un punto que no conoce los límites de la civilización. Tal vez este statement suene demasiado duro. No obstante, las razones por las cuales protestar siguen tan vivas como lo estuvieron hace unos meses: el sistema económico sigue siendo injusto, Piñera sigue manteniendo un laxo manejo de la crisis, y estudiantes (y protestantes en general) siguen desapareciendo día a día.
La lucha se ha mantenido en lo que va del año. Un ejemplo de esto son las recientes protestas que tienen como fin impedir la realización del Festival de Viña del Mar 2020. Así, el 23 de febrero pasado entre 500 y 800 manifestantes desarrollaron eventos que, más que dar un mensaje, sirvieron como combustible para los críticos de las protestas. Comenzando temprano en la mañana el punto crítico en la región de Viña del Mar se concentró en el Hotel O’Higgins, donde numerosos manifestantes decidieron arrojar distintos objetos, incluyendo proyectiles, con la finalidad de destruir el frontis del local.
Cabe destacar que dicho hotel es histórico por su antigüedad y de vital importancia en cuanto a eventos internacionales se refiere. En tal sentido, es una pieza clave en la organización del Festival de Viña del Mar. Ahora que ha dejado de funcionar por tiempo indefinido, más del 80% de los participantes del Festival (entre músicos, sus equipos y ejecutivos) han tenido que abandonar la ciudad y otros 100 huéspedes manejan una opción similar.
Ahora bien, todos podemos apoyar al clamor popular siempre que este sea lo suficientemente bien encaminado como para que la población en general no se tenga que ver afectada de manera negativa. Sin embargo, lo que se vio en Viña del Mar escapa a esto, y por mucho. A esto se suman las denuncias de infiltrados en las manifestaciones que buscan desprestigiarlas, utilizarlas como subterfugio para cometer saqueos o simplemente ver el mundo arder (más literalmente que figurativamente).
Más allá de cada ejemplo específico que uno pudiese idear, se puede entender que el gobierno chileno pudiese direccionar sus recursos a actividades más eficientes para el desarrollo de su nación, en lugar de un festival musical. No obstante, se hace más difícil comprender cómo es que despojar a Ricky Martin de su hospedaje pudiese remecer las aguas lo suficiente como para hacer un cambio considerable en la estructura económica de un país. ¿Ves que sí suena un poco jalado de los pelos?
Sí, se podría hacer la conjetura de que esto se debe a las acciones de agitadores que solo buscan darles una mala imagen a las protestas en Chile o que los medios están maximizando el asunto de tal manera que haga ver a cada protestante como un vándalo inadaptado social. Lamentablemente, dibujar una línea entre ambos grupos puede probar ser una tarea complicada, casi imposible, lo que causa que justos paguen por pecadores y, eventualmente, el presidente tenga una justificación más o menos sólida para tildar a los manifestantes de violentos. Finalmente, pensemos ¿qué es lo que sigue? ¿Una Copa América relegada en base solo a protestas o tal vez unas olimpiadas? Para cualquiera que ha jugado el chicken game ya se hará una idea de cómo terminará esto.