Siento compartir la suerte de muchos cuando pienso que una parte importante de mi vida se encuentra consagrada por los viajes en tren. Por lo general, solemos pasear de vagón en vagón, sea por el asunto que nos convoque, ya sea para ir a nuestra universidad o bien para dirigirse a la oficina, empresa que extrañamente suele realizarse con las piernas apresuradas. Realmente sospecho que allí podemos ver de todo y, si nos tomáramos la molestia de observar al menos nuestros gestos, siquiera el ángulo hacia el que apunta nuestra cabeza, estoy seguro que fácilmente se podría tener una idea cabal sobre nuestro espíritu, sobre lo qué significa vivir en una ciudad tan hostil como Lima. Cierto día, por ejemplo, se me ofreció un cuadro de nuestra vida colectiva bastante pintoresco: una señora gritaba desaforadamente a uno de esos chicos vestidos con chaleco verde. Mi curiosidad sociológica, por no decir mi hábito chismológico, me obligó a escuchar la discusión ávidamente y resulta que nuestra implicada no soportaba la escena de dos jovencitos besándose. ¡Cómo iba a ser eso posible! ¡Y ustedes lo permiten!, exaltaba su plena e indudable indignación. Sin afán de ofender a la apasionada dama, yo me pregunté: ¿para qué otra cosa, si no es para besar, iban a servir nuestros labios?

Llegando a casa no pude abandonar mi inquietud. Miré unas cuantas películas y me topé con el hecho de que, en cada una de ellas, los directores se tomaban la libertad de representar aquello que tanto irritaba a nuestra señora. ¡Qué alguien la salve de ver películas!, pensé en un pequeño instante. Quizás más adelante la veamos ya no gritar en el tren, sino a los alrededores de la sala Armando Robles Godoy; con total sinceridad, quiera Dios que no fuera así, si acaso existe. Dejando en paz a la señora, debo decir que mi inquietud se hizo más fuerte. Pensé en las primeras apariciones del beso en la gran pantalla; trataba de imaginarme las ocasiones en que alguien se atrevió, en el seno de una sociedad poco amistosa con su sexualidad, poner bajo imágenes públicas la más sublime expresión del erotismo. Creo que el día en que alguien se atrevió a registrar dos personas besándose fue el día en que un conjunto de señoras y señores calentaron sus gargantas para armar un griterío de lo más lindo. Es curioso que ese ruido de señores descontentos surja únicamente del beso resultante de la pasión amorosa, y no de otro tipo de sentimiento. La pasión amorosa crea un tipo de beso que afecta profundamente tanto a los protagonistas del acto como a los propios espectadores. ¿Cómo se ha imaginado esta pasión del beso en las salas cinematográficas? Entreguémonos por el momento al intento de señalar una posible tipología.

Podría decirse que todo empezó en 1896, tiempo que daría lugar al primer beso registrado para los ojos de la pantalla. En una escena a primer plano, May Irwin y John Rice protagonizan lo que sería un beso a flor de labios: casto, purísimo, que deja sentir el calor de un espacio en el que los movimientos eróticos no corresponden al proceder habitual de la gente decente; de hecho, tanto fue así que esta tímida sensualidad despertó una importante marea de quejas, una reacción intensa que comenzaba a sentir las aventuras del cinematógrafo con mayor espanto. Por aquella época se sabe que la moral victoriana manifestaba sus antipatías con el cine, pues se creía que las salas de proyección ofrecían una oportunidad para que los amantes puedan manosearse a plena oscuridad. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos puritanos por frenar el contacto de la carne en la pantalla, la escena atrajo el interés de un gran público que se mostraba deseoso de sentir a través de sus ojos la presencia de una imagen erotizada, cosa que se puede comprobar por las largas colas de espera. Debido al éxito de esta primera escena en un público predominantemente masculino, el contacto de los labios – y otras zonas más – comenzaba a utilizarse con mayor frecuencia y con menor castidad para satisfacer el hambre de las personas y los bolsillos de la industria.

Primer beso en una proyección cinematográfica (1896). Cuando no habían salas de cine como las hay ahora, las películas eran exhibidas en los teatros, como fue el caso de esta representación.

El cine se convertiría más adelante en la sede del encanto. Se va perfilando como la fuente desde la cual circulan las fantasías de un público imaginado, aunque naturalmente en un principio despertará los más acalorados escándalos. Según el historiador Román Gubern, será el impacto de aquellos estruendos públicos lo que impulsará las representaciones eróticas a nivel global, pues de este modo el cine danés alcanzó un parcial éxito y, sobre todo, una considerable aportación al poder sensual del cinematógrafo. Se dice que la producción de sus películas desencadenó la curiosidad sexual de ciertos espectadores, quienes estaban siendo testigos del más interesante invento danés: el beso realista. Nos encontramos entonces a un nuevo tipo de beso en la pantalla muy diferente al que se dio por vez primera, pues en su apuesta realista se derivan afectaciones de un tenor mucho más atrevido. El beso a flor de labios fue desplazado por el beso danés, el cual ubicado dentro de los límites de la pantalla ofrecía un espectáculo que intentaba ser imitado por los europeos en su vida cotidiana. Con ello, la experiencia cinematográfica dejaba las primeras evidencias acerca de su propia naturaleza: la de ser un portentoso artefacto a través del cual se consigue una referencia cultural – se trata de hacerlo… así como en las películas.

Actualmente, el sexo pasea por las pantallas con absoluta normalidad. Son pocos los directores a quienes les tiemblan las manos a la hora de grabar una escena erótica, y se comprende por el hecho de que el sexo ha formado parte del lenguaje cinematográfico: las palabras, el cuerpo, los desnudos, las insinuaciones y lo explícito transitan de manera natural, evidente, inevitable. El beso a lo mejor resulta enternecedor, pero ya no sorprende. Pareciera que el juego estético del erotismo ahora se abre con la significación de la desnudez, tal y como lo ilustra asombrosamente Eros (2004), película que junta historias dirigidas respectivamente por Michelangelo Antonioni, Wong Kar Wai y Steven Soderbergh. Particularmente, el drama presentado por Antonioni es un cóctel de bailes y movimientos que arrastran a los amantes a la confusión, la cólera y la impaciencia, pero cuya dinámica se desenvuelve en un calor de excitación del cual no pueden librarse. Los vestidos pesan y en consecuencia renunciar a ellos implica tomar una posición: la sensualidad, la danza.

El periplo cinematográfico del beso es un fenómeno muy interesante para tomar en cuenta, sobre todo en un contexto donde su naturalización nos ha hecho perder de vista que la fuerza erótica se potencia, precisamente, en su lado opuesto: lo no natural, lo no vivo, esto es, la muerte, la extrañeza, la incertidumbre. Eros no preserva; sustrae, excede y descarga toda vez que se haya enlazado a su objeto. Los seguidores de Love, Death & Robots (2019) recordaremos una de sus más logradas animaciones, Jíbaro (2022), cortometraje fascinante que nos ubica en la tenebrosa suerte de un conjunto de caballeros que se encuentran con el canto portentoso de una sirena, quien queda frustrada al no poder atraer a uno de ellos, pues la sordera no le permitía quedar rendido a sus trinos. En una serie de idas y venidas, se logra finalmente el anhelo de los amantes: un beso cuya sensualidad no podía sino conducir a la muerte. La sangre salpica de sus labios como la metáfora erótica de un deseo aclimatado por la fiebre, el calor, la enfermedad; se trata, pues, de la violencia que padece un ser cuya mitología sería, más tarde, mutilada, asesinada, transgredida. Es otro tipo de beso, ya no casto, ya no danés, sino excesivo, doloroso. Es un beso que – con el permiso de Georges Bataille y de la señora del inicio de estas memorias– pone en cuestión al ser.

Imagen capturada del cortometraje “Jibaro”. La pieza audiovisual puede encontrarse en Netflix a través de la serie Love, Death & Robots (2019).

Edición: Anel Ochoa