Justo ahora estás sentado/a en la cama que dejaste vacía por meses. En tu rostro se dibuja una sonrisa que no puedes disimular. Una profunda satisfacción te invade y nadie te la puede quitar. Ni siquiera las personas que, antes de tu partida, te desanimaban, con la excusa de que te ibas a perder de mucho si te ausentabas por tanto tiempo. Y es que solo tú sabes que valió la pena. O, mejor dicho: solo tú sabes que valió totalmente la alegría.
Tomaste la decisión de irte de intercambio porque querías vivir una experiencia diferente: aprender de otra cultura y de su idioma, estudiar en una universidad lejana y distinta a la tuya, o porque, simplemente, querías alejarte de tu rutina e ir en busca de una nueva. Definitivamente, estabas dispuesto/a a salir de tu zona de confort y construir una vida a miles de kilómetros de tu ciudad natal. Y vaya que así sería…
Hace unos meses no imaginabas que una familia que no conocías iba a acogerte y a tratarte como un miembro más de ella. O que ibas a conocer a jóvenes de todo el mundo que, como tú, buscaban una experiencia inolvidable lejos de casa. Tampoco se te cruzaba por la cabeza que países como Sri Lanka o Turquía serían los destinos de tus próximas vacaciones. O que cocinar la comida típica de tu país se iba a convertir en la ocasión perfecta para dar a conocer tu cultura y para reunirte con muchos de tus nuevos amigos.
Nunca antes perderte en una ciudad extraña había sido algo tan fascinante. Porque al final -y en medio de la incertidumbre y del miedo a lo desconocido- necesitaste perderte unos instantes para encontrarte a ti mismo/a. Para darte un respiro y reflexionar; pero, especialmente, para darte cuenta de lo que eres capaz de lograr estando tú solo/a, guiado/a por tu instinto de supervivencia. Y es que perderse también fue vital para experimentar y apreciar lo bueno y lo malo, lo bonito y lo no tan bonito de una ciudad distinta a las que sueles frecuentar.
Por otro lado, lo que menos imaginabas es el que amor iba a ser uno de los motores más potentes en tu viaje por el mundo. Nunca antes alguien se había interesado tanto en tu cultura y en tu día a día; y, sobretodo: nunca antes habías conocido a alguien que intentara aprender tu idioma natal solo para comunicarse mejor contigo. De este modo y –hoy por hoy– no puedes creer que sacaste la mejor versión de ti mismo/a en un pequeño pueblo a miles de kilómetros de casa.
Quién iba a pensar que la estación de tren y el aeropuerto se convertirían en uno de los lugares más felices y, a la vez, más tristes del momento: el más feliz cuando llegabas a un nuevo destino y el más triste cuando te tocaba despedirte de las personas que ahí conociste. Y este último momento había llegado: el fin de tu intercambio. La frase <<no es un adiós, sino un “hasta luego”>> no dejaba de ser mencionada. Si bien creías que era algo cierta, sabías que, probablemente –y debido a cuestiones de tiempo y dinero– esa despedida sería un adiós para con algunas personas. Y gracias a los nuevos amigos que hiciste, el significado de las palabras familia y hogar ahora abarcaban más integrantes y lugares, si sabes a lo que me refiero.
Finalmente, ahora que estás de vuelta en casa has aprendido a amar a tu país con un amor más maduro. Porque amas algo más que su buena comida o sus fiestas. Y es que hoy –más que nunca– sabes y reconoces que, a veces, tu país puede no ser el lugar más feliz y justo del mundo, pero, –consciente de ello–, estás dispuesto/a formar parte del cambio que este tanto necesita. Y todo gracias a que te atreviste y asumiste el riesgo de conocer e insertarte en una realidad distinta a la tuya, de la cual aprendiste y tomaste lo mejor: lo digno de imitar.
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