Filipinas es un país de contrastes. Con uno de los mejores luchadores peso pluma y una de las mujer más hermosas del mundo un PBI que lo coloca en el puesto 31 del ranking mundial, se muestra como una economía que aprovechó muy bien los recursos naturales de los que dispone y logró formar una sólida industria basada en la manufactura de productos tecnológicos, derivados del petróleo y distintos servicios, entre los que destaca el turismo. Además, desde la apertura de China al exterior, sirve como motor productivo para la región. Entonces, aquí viene el contraste, ¿qué hacer cuando un país como este, que ya se perfila como un referente productivo y cultural en la región, ve que el avance hecho peligra por culpa del crimen organizado? Veamos pues, pasito a pasito (pero no suavecito), cómo se llegó al escenario actual.
La solución a este predicamento surgió cuando, a mediados del 2016, Rodrigo Duterte obtuvo la presidencia en las elecciones locales. Con un solo discurso, que se resume en “Criminales, o bien se van a otro país o se atienen a las consecuencias”. Ahora bien, se puede decir que aquí se abre un debate que cada tanto invade las pintorescas jornadas parlamentarias, sobre todo en países en vías de desarrollo: la pena de muerte. Pero, ojo, este artículo no busca ahondar en dicho debate, lo cual equivaldría a intentar subir una escalera eléctrica descendente, sino en cuál ha sido el resultado de haberla aplicado con tal… eficiencia, por no decirlo de otra manera, en un país en vías de desarrollo con mucho potencial, como lo son las Filipinas.
Comencemos con el hombre del momento. Ex-fiscal de la provincia de Novoa, del partido democrático, con una carrera como alcalde por más de 20 años y con un discurso concentrado en la seguridad del país y en emprender una lucha total contra el narcotráfico y por mandar bien lejos a Barack Obama, Rodrigo Duterte se ha hecho de mucha popularidad por su diligencia para entablar esta cruzada. También porque, hacia febrero del 2017, ya había ejecutado a más de 7,000 implicados en casos de narcotráfico.
Comencemos viendo la perspectiva de Filipinas, donde el panorama lucía sumamente pesimista. En primer lugar se tiene uno de los más grandes y modernos puertos marítimos en la región, pero con muchas brechas de seguridad y no va a ser corrupción. En segundo lugar, una industria de narcóticos que cada vez demanda más. En tercer lugar, vecinos productores que buscan una salida para occidente –Myanmar, Vietnam y Laos, la autopista de las drogas del Sudeste Asiático –. Es claro que estos factores convergerían, eventualmente, en un serio problema para Filipinas, pues hilvanan el terreno para el narcotráfico, el contrabando y otras prácticas menos auspiciosas, por decir lo menos. Y es que a tal punto llegó el problema del narco en Filipinas que varios cárteles chinos y mexicanos posaron su atención en dicho país.
¿Qué hacer entonces? Pues bien, si en algunos países esta cruzada ha tomado un matiz por demás pasivo y más orientado a la capacitación y la persuasión individual acerca de los efectos de la droga, en Filipinas decidieron no irse con miramientos. ¿Cómo así? Pues el presidente entrante –Duterte – el que resaltaba durante su campaña que si es que los implicados en actividades del narcotráfico no salen del país, no tendrá miramientos en ejecutarlos, ha logrado, en los pocos meses que lleva como mandatario, reformar la fuerza policial en el país, convertirla en un ejército especializado y, gracias a ello, relanzar la lucha contra las drogas de una manera mucho más letal frontal.
Ya consolidado este nuevo brazo armado, el siguiente paso era imponer plantear las reglas de juego. Lo cual fue relativamente simple dada la prominente popularidad de Duterte, gracias a su discurso. Haciendo la historia corta, logró, en los primeros 3 meses del mandato, ejecutar a 3000 personas. Dentro de dicho conjunto, y he aquí la razón de varias críticas a Duterte, no solo habían implicados en crímenes sino también indigentes, mendigos y hasta niños de la calle. Sin embargo, y esto es lo que distingue el régimen de Duterte de otros más autoritarios en la región, surge una nueva figura pocas veces vista en una sociedad moderna, pues los filipinos están tan complacidos como aterrados por las acciones de su presidente.
Ahora bien queda pendiente el análisis de esta poca ortodoxa manera de hacer política. Para empezar, si bien la población filipina ha mirado con buenos ojos estas acciones, lo cual le ha valido a Duterte un porcentaje de aprobación del 63%. También se sabe que 1 de 8 filipinos temen que sus familiares mueran de manera extrajudicial. Más allá de esto, obviamente da mucho que pensar; puesto que queda en evidencia como la sociedad, si bien busca ser protegida a toda costa, tampoco gusta de un sistema castrante y sumamente castigador. Felizmente esto no se da en otros países. Felizmente.
Ahora bien, solo el tiempo decidirá cuál será el legado de Rodrigo Duterte para las generaciones futuras y cuáles serán las consecuencias de aceptar plenamente la pena de muerte en un país en vías de desarrollo.