Tras el autogolpe en Venezuela el 29 de marzo, figuras tan importantes como Julio Borges, Henrique Capriles y María Corina se pronunciaron duramente contra esta acción tomada por el gobierno bolivariano. La respuesta internacional también fue bastante rápida: la Cancillería del Perú ha retirado a su embajador en Venezuela -quien ya se encontraba en territorio peruano desde antes- y el secretario general de la OEA ha convocado de urgencia al Consejo Permanente para discutir la situación. Si bien anteriormente ya se había declarado nulas las acciones del legislativo por un periodo extendido, esta vez fue definitivo: todas las facultades legislativas recayeron sobre la Sala Constitucional del TSJ indefinidamente, hasta que, después de tres días, el TSJ se retractó. De todas formas, el daño ya está hecho y el atentado a las instituciones democráticas del país es irreparable. Posteriormente, el fraude electoral en Ecuador, en el que Moreno superó en votos al candidato opositor Guillermo Lasso durante una caída del sistema y este regresó con una buena ventaja para el oficialista, es una muestra de que este tipo de dictaduras están aquí para quedarse.
A mí esto me tomó por sorpresa, sobre todo considerando los avances que se había logrado contra el bolivarianismo en los últimos años. En el 2015 y el 2016 fuimos testigos de un retroceso de las dictaduras de izquierda en Latinoamérica que fue llamado Primavera Latina, en alusión a la Primavera Árabe, figura que demostraría funcionar también para nuestro continente dado que ninguna parece haber producido mayor cambio, lo cual aparenta haberse confirmado con el retraso que esto le puede causar a la oposición venezolana que empezaba a cobrar fuerza. Las comparaciones entre los sucesos en Latinoamérica y los países árabes iniciaron con las protestas contra Dilma Roussef el 2015, donde la clase media se quejaba del fracaso de un modelo que ya no podía disfrazarse más como nuevo ni revolucionario: el bolivarianismo. Inicialmente, parecía que toda la región podría liberarse de esta influencia chavista: en la misma Venezuela la oposición ganaría las elecciones parlamentarias en diciembre del mismo año; y, el 2016, presenciaríamos la caída del foro de Sao Paolo con el referendo en el que se le prohibió a Evo volver a postular para Presidente, las elecciones de Kuczynski y Macri, y, para cerrar con broche de oro, el impeachment de Dilma Roussef.
No creo necesario explicar qué pasó con la oposición, porque claramente Venezuela, y ahora Ecuador, han sepultando este movimiento que no cambiaría la situación en la medida esperada. Incluso dentro de Argentina, Macri ha sido ampliamente criticado por los liberales y derechistas por mantener las estructuras previas mayormente intactas y solo hacer cambios cosméticos, además de que Dilma fue sucedida por alguien de su mismo partido, lo que despierta sospechas en varios. Esto es nada más otra muestra de que las revoluciones que hacen giros de 180 grados, en lugar de 360, suelen ser más la excepción que la norma. Incluso dentro de Latinoamérica nuestro movimiento independentista mantuvo más el statu quo que los fenómenos que habrían sucedido de haberse quedado los españoles. La Iglesia Católica seguía ejerciendo poder en todas las esferas de la sociedad y continuamos con varios gobiernos autoritarios e ineficientes, mientras que España gozaba de una constitución moderna y secular, que le permitió un mayor grado de apertura que la situación colonial. Incluso podríamos decir que no fue un movimiento en dirección a las ideas ilustradas europeas, sino más bien una reacción contra la entrada de estas a la región, fenómeno muy parecido a la revolución iraní, donde las facciones progresistas -que inicialmente eran las más mediáticas- fueron desplazadas por un movimiento teocrático que rechaza hasta hoy gran parte de la ideología de las primeras como injerencia occidental en la cultura autóctona.
Dentro del movimiento anti socialista latinoamericano, podemos observar también sectores que pueden hacernos sospechar que intentarían simplemente cambiar la figura en el poder, pero mantendrían la estructura más o menos intacta. De ellos, sobresalen varios grupos de la derecha colombiana (principalmente los uribistas) donde se critica a sus opositores en ambos lados del espectro político por “estar trabajando para los intereses del FMI, la OMC, y toda la agenda pro globalización liderada por los Estados Unidos”, críticas que no suenan muy distintas a cómo se perfilaba Chávez antes de entrar al poder, lo que a veces causa dificultad en entender la oposición que sienten hacia las ideas bolivarianas.
Y esta lista continúa entre la Revolución Francesa y la Primavera Árabe, donde las estructuras básicas se mantienen intactas, a menudo, gracias a la intervención militar. Latinoamérica es especialmente conocida por el rol de los militares en esta clase de sucesos. Vemos que nuestra historia está plagada de gobiernos militares que solo desestabilizan la situación doméstica y hacen que el ciclo empiece de nuevo. Chávez no es el único líder militar que se mantuvo en el poder tras un gobierno sin apoyo popular, sino que es parte de una tradición iniciada por Simón Bolívar. Por este motivo, soy escéptico cuando Luis Borges pide el apoyo de la Fuerzas Armadas o ciertos uribistas piden un golpe de Estado contra Santos; la historia no da evidencia de que esta sea la salida más provechosa. En realidad, creo que es la versión en la que aprendemos nuestro proceso de independencia como nada más que operaciones militares lo que contribuye a que esperemos que el Ejército sea el que tome un rol de liderazgo en cada situación de descontento, porque si es que continuamos así, no solo habrá fracasado la Primavera Latina, sino que nos quedaremos en un Invierno Latino en el que habrá otro grupo de dictaduras que mantendrá la situación previa moderadamente parecida o hasta peor.