Al igual que muchos, yo pensaba que el “loco calato” era solo un personaje fantasioso de la ciudad. Imaginaba que se aludía a él para persuadir la atención de algún niño. Algo así como el “cuco” o “María Marimacha”. Ciertamente, el “cuco” aparece cuando un niño no quiere irse a la cama, no quiere obedecer al padre o, de forma más exasperante, cuando hace berrinche por un marciano que ofrecieron en alguna parte del mercado. La madre, con astucia popular, advierte al niño: “mira, allí viene el cuco y te quiere llevar, yo no sé”. Sin embargo, uno crece y se va dando cuenta de que el “cuco” tiene mucho de espíritu, pero poco de carne, con lo cual su invocación deja de ser del todo amenazante. Aun así, si el truco del “cuco” no funcionaba, el padre arremetía ya no con ese monstruo de las sombras, sino con otro un poco más pequeño: el duende, quien yacía debajo de la cama esperando alguna pierna solitaria. Ni que decir de la tenebrosa historia de “María Marimacha”, personaje cuya desobediencia causa el desmembramiento de cada parte de su cuerpo, el cual se reparte por lo ancho de toda la cocina.
A diferencia de estos relatos populares, el “loco calato” se refiere a un episodio vívido. Si el cuco o el duende tienen mucho de espíritu y poco de carne, aquel personaje delirante de la ciudad posee en exceso aquello de lo que los otros ostentan en ausencia: corporalidad o, si se quiere precisar, presencia material. Es loco, precisamente, porque está ahí, es visible. Pero no está ahí, presente, de cualquier modo, sino que lo está calato. Y estar calato significa tener expuesto el cuerpo. Así lo atestiguan nuestros ojos, cuando caminamos y de repente su presencia nos interpela. Lo vemos andar en un mundo aparte sin ningún tipo de vestido; la ciudad lo presenta descalzo, sin pantalones, sin ropa interior y sin ningún atuendo para los pechos o los brazos; y así, deambula de esquina a esquina para llegar a quién sabe dónde, con algún tipo de dirección que, quizá, solamente él sabe. Una imagen así nos sorprende hasta que lo perdemos de vista y decidimos ignorarlo.
A decir verdad, la ciudad es un conjunto de edificios, de pistas y de industrias, pero también es un espíritu. Es un espíritu que tiene el poder de transformar las formas del espacio y con ello las relaciones entre las personas. Sin tratar de hacer una penosa distinción entre cuerpo y alma, la realidad de nuestra ciudad depende mucho de cómo pensamos nuestra carne, cómo nos relacionamos con ella y qué posibilidades le proponemos. El “loco calato” solo es posible en un mundo y en un espacio donde nuestros cuerpos están privados de sensorialidad, de sensualidad y de emociones colectivas. Hubo un tiempo donde estar desnudo era gozar de mucho respeto y poca vergüenza, entre otras cosas porque vivir en la ciudad significaba habitar un lugar donde uno podía estar felizmente expuesto. En adelante, la obsesión por mostrarse, exponerse y exhibirse tanto como lo podía hacer el cuerpo llegó hasta las últimas piedras con que se construían las ciudades antiguas.
Sin duda alguna, el cuerpo es un tema entusiasmante. A través de él, se puede reflexionar sobre nuestra relación con la realidad, sobre los límites que le imponemos al mundo y a la naturaleza de las cosas. Sociológicamente, se ha escrito mucho sobre la corporalidad desde los años 60 y en adelante, sus reflexiones han sido llevadas a cabo en relación a las posiciones sociales, al género y a la sexualidad. Pero para comprender la angustia del “loco calato” tal vez se necesite una reflexión más elaborada sobre la relación del cuerpo con la ciudad y, en ese sentido, la obra de Richard Sennett puede ofrecer pistas interesantes. En su obra de mayor erudición, Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización Occidental (2019), el sociólogo estadounidense aborda una multitud de temas para analizar la forma en que nuestro cuerpo habita un espacio, dejando consecuencias significativas a nuestra vida privada y pública. Desde la ciudad mesurada de los atenienses hasta la acelerada vida moderna, el cuerpo no ha dejado de imponer sus propios deseos frente a una ciudad que los silencia, les pone freno y los regula.
En efecto, la figura del “loco calato” interroga nuestra existencia, la pone en aprietos y le sustrae de cierta seguridad ontológica a nuestra vida cotidiana. Es un cuerpo despojado de signos, entregado a la nada y cobijado de absurdo. En un mundo donde la relación con nuestros cuerpos marca el punto de partida para nuestras acciones colectivas, la desnudez pública de un individuo se traduce como un tipo especial de suicidio simbólico, tan o igual de violento que una destrucción corporal. Si en algún momento se dijo que nadie puede determinar lo que se puede hacer con el cuerpo, la exposición de la carne en la ciudad revela un mensaje inverso: la imposibilidad de hacer y de ser con él. Significa la pérdida del sentido o, si se quiere, la pulverización de todo tipo de referencia. Ahora bien, para pensar respecto al cuerpo no es necesario que nos obsesionemos con una figura tan extravagante como la del loco. Basta con que nos miremos a nosotros mismos y a todo cuanto nos rodea. Por decirlo de algún modo, basta con que nos entreguemos a la experiencia de vivir en el mundo.
Edición: Anel Ochoa