Esta Navidad vino teñida de crisis, indignación y dolor. Son horas críticas las que atraviesa el país. Lo que ayer y hoy viene sucediendo ha permitido que surja un importante tema a colación: la necesidad de una cultura de la memoria.
Había escrito un artículo a manera de reflexión sobre lo que los limeños ignoramos o callamos durante la época navideña. Las primeras líneas hacían alusión al clímax de la crisis política peruana en pasado, en referencia a la votación para la vacancia presidencial realizada el jueves pasado. Lo sucedido en las últimas horas no solo supone una contradicción a esas líneas, sino que ha cambiado completamente el escenario nacional. Pensé mantener y publicar el artículo original en un primer momento, pero eso no se corresponde no solo con la indignación sino con esa especie de obligación cívica que sé que muchos están sintiendo desde ayer. Es por eso que muchos han salido a las calles a defender con más fuerza lo comenzado hace 17 años: la dignidad de un pueblo que no olvida.
Mucho se ha escrito y hablado en las últimas décadas sobre la memoria. En los departamentos de las universidades más prestigiosas en el mundo existen desde hace buen tiempo lo que se conoce como los Memory Studies, una rama que se ha dedicado al estudio de lo sucedido durante pero sobre todo después de terribles conflictos y eventos de los últimos tiempos. Los orígenes se remontan al período después del Holocausto; en América Latina, Argentina y Chile, evidentemente por ser escenarios de las dictaduras más importantes de la región, pueden considerarse como los máximos exponentes del tratamiento de una cultura de la memoria.
¿Por qué debemos hablar de una cultura de la memoria? No nos debe extrañar que en los libros que hemos leído en el colegio, en las clases de Historia, Cívica o Personal Social, apenas se hable del periodo del terrorismo. Esa es una costumbre que viene de mucho antes, son los mecanismos que sirven a muchos grupos que no les conviene que se haga memoria, que se recuerde las injusticias y crímenes cometidos para mantener ciertas formas del status quo. La historia peruana está llena de silencios e indiferencias. Una cultura de memoria busca hacerle frente a la normalización de ese largo silencio.
Keiko Fujimori, su familia y los simpatizantes del fujimorismo siempre han utilizado el argumento de la reconciliación. Es momento de sanar heridas, dicen; solo eso permitirá que el país esté finalmente unido, solo eso permitirá que el país “progrese”. Entonces, ¿qué es lo que realmente entendemos por reconciliación?
Hoy el inicio de mi cuenta de Facebook, y se que la de muchos también, está lleno de diversas rememoraciones de las matanzas y de la historia de las víctimas de dos monstruos gigantes que destruyeron la paz de la sociedad peruana durante las últimas décadas del siglo pasado: los grupos terroristas y las fuerzas del Estado, tanto militares como paramilitares. Desde ayer, veo repetidamente imágenes de aquel niño de ocho años que fue asesinado como consecuencia de medidas autoritarias y características de una dictadura. La Cantuta, Barrios Altos, Tarata, esos nombres que a los limeños se nos hacen conocidos, son los que hoy más que nunca resuenan y se repiten, hoy cuando debía ser un día de solidaridad y de tranquilidad en los hogares de las familias peruanas.
Una cultura de memoria no busca sanar heridas. Una cultura de memoria busca acentuar las cicatrices, porque solo impidiendo el olvido es que lograremos ese “progreso” del que tanto escuchamos hablar en los medios de comunicación y en ciertas conversaciones cotidianas. La reconciliación no es la palabra que debe servir de guía para la mejora de nuestra sociedad. Son las heridas las que nos hacen más fuertes, las que permiten que atrocidades como las de unos años atrás no se repitan, las que dan razón y hacen justo el encierro de un hombre que es considerado el séptimo presidente más corrupto de la historia. Son el recuerdo de esas heridas las que hacen que los familiares de las víctimas reclamen hoy con fuerza que el respeto y el dolor son más importantes que cualquier juego político. Son esas heridas las que permiten que los muertos aún puedan hablar.
Que lo que ayer sucedió sirva para entender que un pueblo que olvida es un pueblo condenado a repetir su historia. Ayer y hoy se salió a las calles. La crisis política se agudizará y habrá terribles consecuencias. Pero nunca permitamos que esos argumentos que dicen buscar la “reconciliación” logren borrar las heridas que aunque dolorosas, son necesarias. La reflexión que nos trae este 25 de diciembre vino rodeada de tristeza e indignación, pero esto debe servirnos para entender una cosa: que los muertos nunca deben perder su voz. Es la hora de la historia de los vencidos.