Cuando iba al cine con mi papá, recuerdo que le fastidiaba mucho ver películas de ciencia ficción. Las detestaba y, de hecho, las detesta hasta ahora porque asegura que no son reales. La idea de ver hombres y mujeres voladores, que trepan por los edificios y lanzan una serie de poderes a través de sus manos o de sus ojos, le resulta intolerable y una pérdida de tiempo. Dichas películas significan para él una tontería de la cual es necesario librarse. Sin embargo, la misma apasionada opinión no se manifiesta cuando se trata de sus sueños, lugar de la psique donde se elaboran fantasías tan evidentes como las que se pueden ver en una sala de cine. En sus ensoñaciones, cree encontrar mensajes ocultos y una que otra señal sobre lo que sucede con su vida. Para hallarles su significado, era preciso consultar con un experto. Por lo general, la búsqueda del experto la encuentra en su madre, mi abuela.
De pequeño era incrédulo con las interpretaciones de la abuela, aunque ella no solamente tenía habilidad para manejar el significado de los sueños. También sabía cómo curar el mal de ojo. Cuando llegaba a casa con un dolor de cabeza que la ciencia médica atribuía al sol, mi abuela pensaba que, tratándose de la noche, el sol no tenía nada que ver con mi sufrimiento. Alguien me había ojeado. Al rezarme y pasarme huevo, mi abuela casi lloraba porque me habían lanzado el maleficio de mi vida. A favor de mi abuela, debo admitir que después de los rezos siempre me sentía algo aliviado y la intensidad del dolor de cabeza lograba disminuir. Los doctores recomendaban reposo y un par de pastillas y, sin embargo, dichas recetas a veces no eran suficientes. Quizá para la mayoría de nosotros nuestros abuelos han tenido cierto cariz mágico, cierto poder que con el paso de los años vamos mirando con determinante sospecha. En algún punto marcamos lejanías con ese poder y señalamos que se tratan de sus “creencias”.
Al igual que con los sueños y las películas, el mundo de la magia no es solamente una creencia, sino que abraza una particular realidad, tanto psíquica como histórica. Para el antropólogo italiano Ernesto De Martino, pensar en la magia significa pensar en una forma de relación con el mundo y la totalidad de las cosas, la cual se caracteriza por la acentuación de un drama existencial, donde la incertidumbre gobierna cada pedazo de nuestra piel. La magia funciona como una especie de rescate, como una forma de otorgarle seguridad a una existencia que no se halla plenamente presente. En ese sentido, los poderes del mundo mágico como la curación, la comunicación a distancia o la levitación no son menos reales que otro tipo de manifestaciones culturales. El tema es que la incertidumbre es una condición indesligable del mundo en el que vivimos. En el orden de los asuntos colectivos, cada aspecto de nuestra vida está ausente de algún tipo de certidumbre, ya sea moral o política. Nada es seguro allí donde intervengan las acciones humanas.
Incluso en el amor o, mejor dicho, precisamente en el amor. Basta con alzar la mirada hacia los alumbrados eléctricos de las avenidas de nuestra ciudad para constatar la incertidumbre sentida en nuestras relaciones amorosas: la proliferación de la publicidad que reciben los brujos amorosos es un síntoma de la fragilidad de los vínculos humanos y, al mismo tiempo, de conseguir cierta estabilidad en un mundo donde el proceder habitual es la inestabilidad o la falta de garantías. En un tiempo en donde nuestra cultura urbana no ha logrado construir un arte de la seducción, que permita una relación armoniosa y segura entre los sexos, los brujos del amor intentan construir garantías a través de otros medios. Dichos medios se relacionan con el uso de las fuerzas espirituales para el “enganche” amoroso de las almas, actividad que se asemeja al amarre que hace la red de las arañas a su víctima. Aunque la demanda sea grande, el brujo no siempre acepta el pedido de sus clientes. La magia busca reparar las contingencias y el hecho de que, en cualquier momento, somos susceptibles de perder nuestra presencia en el mundo.
No es una novedad afirmar que nuestra sociedad es una sociedad predominantemente religiosa. Dicha condición nos revela la particular relación que tenemos con la realidad. Existe algo en ella que nos hace sentir carentes, inseguros y extranjeros de nuestro propio mundo. Nos encontramos en una situación tal donde no sabemos si tenemos que abrazar la incertidumbre o, de lo contrario, debemos entregarnos ante cualquier promesa de estabilidad. Nunca antes, en ese sentido, hemos convivido tanto con la magia. Buscamos reparar, a través de ella, un sentimiento generalizado de nuestra época. Si bien es cierto que hemos hablado del amor, su presencia no es menos visible en la política o en la economía. Buscamos algún medio de combatir y encarar el futuro, siempre hostil y siempre desesperanzador. De esta forma, el mundo que habitaron nuestros abuelos ya no parece tan distinto al mundo en el que habitan sus hijos y sus nietos. Aunque tal vez sí exista una diferencia sustancial: a nosotros ya no nos agrada tanto la idea de tener hijos.