Lima es un mosaico de diversidad social, producida principalmente por la gran desigualdad socioeconómica a la que nos sometemos (tristemente más sumisos que los chilenos). Y a pesar de que esas diferencias no son el tema central de esta columna, es inmediatamente necesario tenerlas en mente para ubicar en el lugar correcto a los verdaderos protagonistas: los perros urbanos de vida libre, o perros callejeros, o lomitos públicos.
Los perros de vida libre son aquellos que recorren la ciudad sin restricciones. Los perros de casa que pueden salir libremente por el barrio, los perros abandonados, y las crías de ambos grupos nacidas en la calle conforman esta población. La gestión pública se preocupa por ella principalmente porque representa un importante riesgo de transmisión de enfermedades a humanos, en el proceso llamado zoonosis. De los perros podemos contraer enfermedades virales, fúngicas o bacterianas como rabia, tiña, salmonelosis y leptospirosis; además de una infinidad de parásitos. Ese riesgo es el que motiva la creación de perreras municipales, planes de esterilización masiva, campañas de concientización para una tenencia responsable de mascotas, y otras medidas para prevenir la dispersión de enfermedades zoonóticas. La biología además se preocupa por la amenaza que representan las poblaciones introducidas de perros y gatos a las comunidades naturales en distintos lugares, una amenaza que también ha sido discutida dentro de un artículo de Univerzoom.
Con esta información en mente, es posible notar que existe una contraposición entre este riesgo constante a las enfermedades transmitidas por los perros en las ciudades y los beneficios de supervivencia que obtuvimos tanto los humanos como los lobos de nuestro acercamiento en el proceso de evolución concertada hace 20 000 o 15 000 años. ¿Por qué son una amenaza, a pesar de haber evolucionado a nuestro lado creando beneficios para ambas especies durante miles de años?
Los perros son los primeros animales domésticos, una subespecie de lobos que fue perdiendo sus características más feroces para favorecer una apariencia y comportamiento más amistosos frente a grupos de humanos cazadores-recolectores. Antes de que los humanos empezáramos a seleccionar artificialmente a los perros, el beneficio que estos obtenían de su cercanía a poblaciones humanas (una fuente más constante de alimentos gracias a las técnicas de caza de los humanos primitivos—quienes de otra forma serían sus competidores) permitió la evolución selectiva de los cánidos que pudieran establecer un vínculo más profundo con los humanos. Una hipótesis evolutiva sobre cómo lo consiguieron explica que los perros capaces de imitar el vínculo social entre una madre y un hijo tuvieron mayores oportunidades de sobrevivir (es decir, fueron evolutivamente seleccionados). De esta manera, la mirada y el contacto entre los perros y los humanos, promueve la secreción de oxitocina, la misma hormona que secretamos al momento de interactuar con las personas a las que les tenemos mayor confianza, como los familiares y amigos cercanos. Las bajas concentraciones de esta molécula en el cuerpo están asociadas al estrés, la ansiedad y la depresión, los problemas psicológicos más comunes en los seres humanos. Es por estas razones que los perros tienen el potencial terapéutico aprovechado para tratar traumas o procesos de duelo y la capacidad para despertar un afecto tan profundo en las personas con las que conviven.
Los perros callejeros no han perdido la capacidad para crear sensaciones de bienestar en las personas con las que vinculan. Sin embargo, el peligro que nos generan es real, y tiene una explicación: el apiñamiento en el que vivimos en las ciudades. La incidencia de enfermedades infecciosas es mayor en las poblaciones grandes, y la gran acumulación de recursos y desechos dentro de las ciudades faculta el crecimiento de grandes poblaciones de perros, en una cantidad mayor a la que sería esperada de una población “natural”. Los lomitos públicos con los que uno puede cruzar camino en casi todo Lima, aunque con mayor frecuencia en los distritos con menor inversión pública y las zonas de bajos recursos, tienen una distribución poco estudiada, aunque notoria: se encuentran en grandes poblaciones en donde abundan la basura y los restos de comida. Es evidente que en estos lugares debe tomarse en mayor consideración el riesgo que representan los perros urbanos de vida libre para la salud pública. Sin embargo, vale la pena preguntarse cómo es posible explotar a una mayor escala el beneficio obtenido para la salud mental de las personas derivado de la interacción con los suaves lomitos públicos perros, sobre todo teniendo en cuenta que la calidad de vida de muchas personas no permite mantener mascotas.
¿Será acaso posible que el riesgo al que nos someten las poblaciones libres de perros urbanos revierta el vínculo que tenemos con ellos? Es muy improbable, porque a pesar del riesgo de contagio zoonótico para las personas que interactúan con perros urbanos, siempre existirá una mayor supervivencia de los perros que crean un vínculo afectivo sustancial con los humanos. Al fin y al cabo, son los ojos de cachorro los que motivan a muchísimas personas a adoptar un suave lomito urbano como mascota.
Editado por Daniela Cáceres