¿Será posible entender la guerra con el Estado Islámico desde la experiencia vivida en el Perú con Sendero Luminoso? ¿Qué tan distintos son ambos fenómenos y cómo cambian las formas de enfrentar estas amenazas?
Dentro de los primeros días de julio, el gobierno iraquí proclamó haber reconquistado Mosul, segunda ciudad más importante de Irak y uno de los últimos bastiones del grupo terrorista Estado Islámico (EI). Asimismo, en Siria, de la mano del ejército estadounidense, se espera recuperar la ciudad de Raqa dentro de poco. Así, el grupo terrorista más temido en la actualidad podría estar a punto de la derrota. Los mayores expertos consideran que el fin de este grupo es inminente, pero no están de acuerdo con que este sea el final del extremismo islámico. De hecho, el EI es solo el reflejo de un malestar mucho más generalizado, un malestar que no puede ser erradicado mediante el uso de las armas ni de toda la fuerza bruta de Estados Unidos. Para mostrar esto, una comparación con el enfrentamiento al terrorismo en el Perú puede esclarecer el panorama y por qué la situación actual realmente tiene para rato.
Para comenzar, el enfrentamiento contra el EI, al igual que para el caso peruano con Sendero Luminoso, es una guerra irregular. Los terroristas no son claramente identificados, sino que se camuflan en la población e, incluso, tienen parte de sus seguidores dentro de los mismos pobladores. Esto hace que no se tenga un enemigo claro, por lo que los enfrentamientos duran mucho tiempo, pues se tiene que seleccionar delicadamente las zonas objetivo, y muchas veces son inevitables las bajas de pobladores inocentes. Sin embargo, no siempre por compartir estas características, se debe plantear la guerra de la misma forma. En particular, ¿podríamos aprender algo de los mecanismos empleados en el Perú para entender un poco mejor el caso con el Estado Islámico? La verdad que no mucho. A pesar que los terroristas usan técnicas parecidas, los orígenes de los conflictos son determinantes para distinguir una situación de la otra.
En primer lugar, los grupos subversivos en el Perú tenían la gran debilidad de depender demasiado de sus cúpulas. Sin estas, no solo la organización se desarticulaba rotundamente, sino que también perdían a sus máximas referencias ideológicas, como en el caso de Abimael Guzmán. En segundo lugar, el conflicto armado en el Perú se construyo sobre una base de incentivos que se fueron diluyendo con el tiempo entre sus combatientes: las reformas económicas siguieron un rumbo más próspero desde la segunda mitad de la guerra y la situación futura se veía más prometedora para todos. Por último, las formas de actuar de Sendero, ante el miedo de perder el poder que había adquirido con tanto esfuerzo en el interior del país, se volvieron mucho más violentas hacia la población objetivo cuyo apoyo buscaban. Todas estas condiciones clave son muy diferentes para el caso del Estado Islámico en el Oriente Próximo.
Para comenzar, los grupos terroristas islámicos han demostrado repetidas veces su mutabilidad, en el sentido de que no dependen de una cúpula o de un grupo pequeño para seguir funcionando. La supuesta caída de Osama Bin Laden es un ejemplo de esto, así como también la gran cantidad de grupos yihadistas que han aparecido en los últimos años con una serie de objetivos bastante similares. Además, las motivaciones que tienen los insurgentes siguen siendo igual de válidas ahora que cuando los primeros de estos grupos empezaron a surgir. Los incentivos que tienen los extremistas musulmanes siguen palpitando igual que antes. De hecho, el extremismo islámico no ha surgido de la nada, ni tampoco se debe a algún contenido específico dentro del Corán (al menos no más que en la Biblia). La aparición de estos grupos corresponde al contexto dentro los mismos países en los que surgen, llenos de injusticias externas que propician una actitud reactiva. En este sentido, debe entenderse que aquellos que conforman o apoyan la yihad no lo hacen por estar arraigados a una ideología inherente en ellos, sino porque lo perciben como su “mal menor”.
En este sentido, la situación peruana no debería revelar muchas luces para enfrentar al problema en el Oriente Próximo. Para darle una solución a la guerra, debe arreglarse de raíz la fuente de toda la problemática. En el caso peruano, esto no fue tan fundamental porque el terrorismo surgió en una época de cambio, en la que se empezaba a ver con ojos esperanzadores el futuro. Es claro con Sendero Luminoso la existencia de problemas de fondo y de una división marcada en la sociedad peruana, pero este descontento no era lo suficientemente grande ni generalizado para impedir el cierre del conflicto. En cambio, para el caso islámico, la clave del problema no depende solamente de disfunciones dentro de las instituciones internas de estos países, sino de la política exterior empleada por las potencias mundiales. La intervención de Estados Unidos desde Afganistán y, de por sí, todo el proceso de colonialismo occidental ha propiciado una intensificación espectacular de la problemática. No sorprende, pues, que los yihadistas consideren a todo el mundo exterior como su enemigo ni que los demás pobladores estén de su lado. Tal como señala el politólogo francés François Burgat al diario El País, “no se podrá pacificar Oriente Próximo reformando el discurso religioso, sino que será la pacificación la que traiga la reforma del discurso”. Es hora de que la política occidental hacia el mundo árabe cambie de curso; es necesario que se deje de privilegiar los intereses comerciales y se promueva un proceso político en estos países que verdaderamente representen los intereses de los musulmanes.