Cuando hablamos de libros, de inmediato la imagen de una persona solitaria ocupa nuestra mente. Solemos pensar que escribir un libro es una práctica que debemos hacer en silencio y fuera del griterío público. Se necesita silencio, tranquilidad y aislamiento. Si eso se piensa de los libros, otro tanto de estas ideas se empoza sobre los lectores. Pensamos que son una especie de personajillos excéntricos cuyo máximo placer es el de verse encerrados en una habitación o en una biblioteca. Hay mucha verdad en estas suposiciones sobre la identidad del libro y la de sus lectores, pero también algo de exageración. Voy a explicitar rápidamente estas exageraciones.
La verdad encerrada en estas ideas es que para escribir se necesita una habitación propia. Virginia Woolf en su clásica conferencia nos convence a todos de esa verdad prosaica, añadiendo incluso un elemento más: el dinero. No se equivocó y, de hecho, la fuerza de sus reflexiones ha sobrevivido al paso del tiempo hasta el punto de que pueden ser utilizadas como el principio de una conversación sobre la sociología del arte. Sin embargo, la habitación propia y el dinero son las condiciones básicas de una actividad que se compone de muchas partes. Para que surja un nuevo libro, no solo se necesita fijar nuestras ideas en un cuadernillo, sino también movilizarlas.
Muchos escritores se vieron en la necesidad de conversar muchísimo, y posiblemente sin el apoyo de allegados no hubieran podido ver publicadas sus obras. Podemos recordar el caso ya famoso de Gabriel García Márquez y los dramas que padeció cuando terminó de escribir su manuscrito de Cien años de soledad. En el mundo del libro, existen actividades colaborativas que resultan ineludibles para la producción de nuevos materiales, de nuevos objetos que se presentan al público. Se necesita de los demás tanto para la publicación de un mal libro como de uno bueno, ya que estas asociaciones están presentes independientemente de la gran o poca genialidad del autor.
Con estas observaciones, entonces la imagen de un escritor solitario y aislado va perdiendo sentido. Se impone a nuestros ojos una nueva perspectiva: la del escritor que necesita el apoyo de los demás, quienes al mismo tiempo necesitan del apoyo del escritor. El resultado final es la creación de una asociación humana vinculada a la fabricación de un libro, donde lo que se destaca de la relación son las colaboraciones constantes. Alguna vez intenté convencer de esto a un estudiante recién ingresante de literatura y no parecía estar de acuerdo conmigo. Me dijo que lo importante son las ideas que tiene una persona, y que en este mundo podríamos deshacernos de todos menos del autor de un libro.
Lo que intentaba decirme es que las actividades colaborativas son tan insignificantes que no vale la pena detenerse a pensar en ellas, y que por ende para hablar del libro solo tenemos que darle espacio a quien lo escribe y no a quien lo fabrica. Esto me pareció una exageración gravísima. Pero no dudo de que me hizo pensar muchísimo, especialmente en la extraña resistencia de este amigo y, de manera general, de los involucrados en el campo literario, por reconocer la agencia y participación de otras personas en la producción de su trabajo, como si fueran los únicos personajes de la historia. Entonces, surgió una pregunta: ¿para hablar del libro solamente hay que hablar del escritor?
Debo admitir que es una pregunta que se la haría solamente un sociólogo o una socióloga, y si te causa tanta curiosidad como a mí saber la respuesta entonces hemos sido atrapados por el espíritu sociológico. No se la haría un literato porque, en rasgos generales, están convencidos de que el punto de vista más importante – y el único – es la del escritor, razón por la cual el solo hecho de plantear la pregunta puede ser interpretado como un cinismo sin gracia. En lo que a mí respecta, muy poco nos hemos puesto a conversar sobre el oficio de las editoriales, sobre su forma de clasificar los productos y las situaciones que motivaron su construcción. Es desde luego otra forma de ver y pensar al libro.
No nos dará espacio para hablar sobre los lectores. Este ensayo tenía una pretensión bastante modesta: dejar por escrito las exageraciones que se realizan en torno al libro. Pero en los lectores ocurrió algo bastante interesante, y por el momento solamente lo mencionare. Y se trata de la difusión cada vez más extendida de la lectura silenciosa como una de las principales formas de relacionarse con el libro. Roger Chartier, uno de los historiadores del libro, lo desarrolla en Libros, lecturas y lectores en la Edad Moderna (1994). Es la forma en que leemos actualmente, según la cual para leer se necesita un vínculo íntimo con el libro. Solamente para ese tipo de lectura se necesita estar solo.