Cuando era niño, preguntaba a mis padres el nombre de cada objeto de la cocina. Mis padres respondían lo que hay que responder: esto se llama cuchara, esto tenedor, esto cuchillo y esto sartén. De esa forma, me decían cómo eran las cosas, de qué modo funcionan y a qué situación se vinculaban. Sabía que un tenedor sirve para comer, es decir, comprendí que ya no debía comer con las manos. Sin embargo, en el análisis del recuerdo descubro otras sensaciones: no recuerdo haberme sentido satisfecho con la respuesta de los nombres. Cuando volvía a preguntar sobre el sentido del nombre, me topaba siempre con la misma respuesta: “porque así es pues”. En ese momento, no había verdad más poderosa que la que anunciaban mis padres.
Esta tendencia inevitable de ponerle nombre a las cosas es el caso ejemplar de un asesinato que podríamos calificar como perfecto, de una criminalidad sin culpa ni castigo. El niño pregunta sobre el nombre de ese cubierto sin dudar de la verdad de la madre ni del padre. Posteriormente se vuelve cómplice y no bajo los efectos de una coerción ni de la sumisión más extrema, sino por la comprensión de que así funciona el mundo y las cosas que lo conforman. De lo cual podemos decir que, en su mente y en las categorías de percepción con las que se ha abrigado la incertidumbre por saber el mundo, la construcción y el encubrimiento del asesinato ha sido efectivo a nivel de la expresión simbólica, porque dicho objeto solo existe en referencia a la palabra originaria y fundamental: la palabra de los padres.
Sin embargo, volvamos al inicio de este ensayo. ¿Qué significa que las cosas se nombren de esta manera y no de otra? ¿Qué quisieron decir mis padres cuando me respondieron “porque así es pues”? En realidad, era una forma de salir del apuro, un modo grave de evadir la pregunta que implicaba, entre otras cosas, cerrarme la boca bajo la impresión de que los estaba molestando. Después de todo, incluso para ellos en ese momento, era un misterio la respuesta, casi un enigma. Y no solo para ellos, sino también para todo aquel que se atrevió a leer estos párrafos, es decir, para ti. Pareciera que hemos crecido al interior de un mito incomprensible, donde las cosas llevan un nombre cuya fuente nos ha sido vilmente desconocida. Y, a pesar del desconocimiento de la fuente, las palabras siguen demostrando su poder, su eficacia, su capacidad de generar acción.
Pierre Bourdieu decía que el sueño de todo poder absoluto es tener control sobre nuestra lengua, sobre las palabras que usamos para relacionarnos en el día a día. Ciertamente, mucho de lo que somos nosotros se ve determinado por la forma en que comunicamos las cosas, por las palabras que expulsan parte de uno mismo y de lo que hemos vívido. En las manifestaciones de poder absoluto, podríamos decir incluso que no somos nosotros quienes usamos el lenguaje, sino es el propio lenguaje que utiliza nuestra capacidad de habla para reproducir su orden establecido, para legitimarse y enriquecerlo a su provecho. Es por eso que, cuando hacemos preguntas que pueden ser muy raras o muy radicales, como preguntar el sentido del nombre, encontramos la aparición de respuestas arbitrarias que desnudan la verdad de las cosas: la verdad de que la realidad es siempre ultrajada.
Sin embargo, las palabras no solo descubren el principio de todo poder absoluto, sino también se erigen como eficaces instrumentos de resistencia. Las palabras, finalmente, colorean el mundo. Son las intermediarias entre el yo y las cosas, entre el yo y los otros. Sin ellas, ningún tipo de relación humana sería posible. Dicha resistencia se ejerce como batalla contra el tiempo, como un anhelo de permanencia, sobre todo cuando la palabra logra integrarse a la tecnología de la escritura. Pero también como la manifestación de nuestra singularidad, como la expresión de un deseo que responde a nuestros intereses al interior de un mundo que parece obsesivamente diseñado para andar en contracorriente de nuestros propósitos. Para lograr ese tipo de relación con nuestras palabras, debemos primero enfrentar la arbitrariedad de sus nombres y de sus representaciones. Solo basta hacernos preguntas hasta llegar más allá del enojo.