La vida evidencia ser finita mientras la muerte, lo contrario, puesto que no parecen regresar quienes alguna vez vivieron con nosotros de ese destino innegable al que nacemos adheridos. Algunos son conscientes de lo mentado desde muy jóvenes, hay quienes lo aprenden con irremediables atisbos de experiencia y otros jamás llegan a dilucidar la posibilidad del descenso. Estar vivos y ver morir a los demás, con mucha naturalidad, es cosa de todos los días. Esto, aparte de habernos insensibilizado y desconectado de nuestra propia muerte, nos ha instaurado creencias desfasadas —como que todo lo observado no nos sucederá—. Los noticieros muestran robos a mano armada en Los Olivos y Surco, relatan asaltos en restaurantes de San Isidro, San Borja y La Victoria y revelan testimonios de ciudadanos que les arrebataron a golpizas sus dispositivos electrónicos en La Molina o en San Miguel. Ocurren atentados terroristas en Niza (Francia), Bruselas (Bélgica), Copenhague (Dinamarca) y París. En alguna ciudad estadounidense, un energúmeno pierde los estribos y dispara, descargando todo el cartucho de su glock, contra todo aquel a su paso. Casi todos los días, en Caracas y Honduras, hay violencia y, en la península arábiga, explotan, frecuentemente, bombas. ¿Somos conscientes de los niveles de violencia y muerte en nuestra época? La muerte siempre ha sido una constante, pero, ¿ahora más que nunca? Quizás nuestra sociedad “civilizada” siempre fue un mero velo de maya que escamoteaba los instintos primigenios del hombre.
Rara vez, uno se pone a cavilar sobre las posibilidades de vivir dramas de noticieros (cuales hacen más alarde de lo trágico e inaudito); en su lugar, nos pasamos viviendo a intensidad lo correspondido: el día a día, lo familiar, lo que está bajo nuestros pies. Genera una angustia pensar que nuestra vida no tiene un soporte real, una fianza de duración o, valga la dureza, la constancia de ser algo más de lo que suscita. La esperanza, ese estado de ánimo freiriano y optimista donde trazamos el futuro como si de algo concreto se tratara, es irracional. Nada garantiza el mañana, o debería llamarlo mejor el quizá.
Las plegarias y la fe tampoco me convencen, pues no me dan la certeza de impedimentos o intermediaciones divinas. Entonces, ¿solo el azar decide ese momento tan crucial para mí? Y si es así, ¿cuál es el verídico valor del futuro si como en las estadísticas contiene un margen de error?
Tomar consciencia de la vida es tomar consciencia de la muerte, de la posibilidad de las no posibilidades. Respirar, así, vuelve a hacerse finito: cada inhalación y exhalación, un conteo regresivo. En cada decisión tomada, en cada hora invertida o malgastada, la consciencia señalaría lo superfluo. Lo huidizo es vivir como si nunca fuésemos a morir, inundando, verbigracia, las horas utilizables con lo que esté al alcance de uno (tonta diversión pascalina).
Pueden haber días malbaratados para quien despierta del ensueño intricado, debido a que sus sueños adquieren tamaños paquidérmicos; y esto, hace que evalué lo hecho por cumplir sus ideales o no, constantemente, ocasionándole por consecuencia o la felicidad o la desdicha . El valor presente resalta, en su mayor medida, cuando el futuro se hace improbable. La mejor manera de vivir el presente es con autenticidad, reducir la vida a un día, a una hora; en ese supuesto, lo auténtico es lo que el espíritu del individuo toma por verdadero.
Entonces, ¿si la vida fuese a terminarse pronto como viviríamos?