Hoy, más que nunca, la educación se perfila como un determinante clave en el crecimiento de los países – quizás el más importante. Son tantos los estudios con abundante evidencia que respaldan este argumento, que la necesidad de invertir en educación para alcanzar el desarrollo económico de largo plazo se ha vuelto un dogma incuestionable. No obstante, junto con la discusión acerca de si el crecimiento económico debería ser el foco de nuestra atención o tan solo una consecuencia de políticas más importantes como el fortalecimiento de las instituciones, descansa la siguiente pregunta: ¿Cuál debería ser la verdadera finalidad de la educación? ¿Es tan solo un insumo para el crecimiento económico?
Consideremos la historia de un estudiante ficticio llamado Alberto.
Albertito tenía cinco años cuando empezó a aprender a contar. En Kinder le enseñaban con imágenes:
- “Ven la foto de la manzana? Ok. Ahora acá tengo otra foto exactamente igual. ¿Cuántas manzanas tengo ahora?”
La estrategia lúdica era sencilla, y el objetivo de que todos los niños aprendieran a contar fácil de conseguir.
Luego, Alberto siguió creciendo y empezó a aprender conceptos más sofisticados.
- “A ver imagínense que tengo una pizza, y se la quiero invitar a mis cuatro alumnos favoritos. Pero la pizza tiene doce pedazos. Si quiero ser justo y darle a los cuatro la misma porción, ¿qué fracción de la pizza le estaría dando a cada uno?”
Y Albertito luchaba; no se la llevaba fácil. Sin embargo, al final se daba cuenta de que tres no era la fracción, sino que era un tercio, y todo seguía teniendo sentido.
Pero llegó un día en que a Alberto se le acabaron los recursos mentales. La abstracción empezó a descuadrarlo, y por más que intentaba, no lograba conferirle sentido a por qué todo número negativo multiplicado por otro negativo resulta en uno positivo.
- ¿Por qué profesor?
- Apréndanselo así por mientras. Va a entrar en el examen – les decía mientras pensaba: “que suerte que son niños y no les importa”.
La historia de Alberto puede parecernos conocida. ¿No son muchas las veces en las que nos cuestionamos por qué tenemos que aprender algo en particular sin encontrar una respuesta? ¿Cuál es la finalidad de memorizar algo que no entendemos? Claramente, ninguna muy provechosa, porque es algo que luego fácilmente se olvida. Por el contrario, la finalidad de la educación debe ser ayudar a que los alumnos le encuentren un sentido al aprendizaje, para así motivar su interés genuino por aprender. En otras palabras, una educación de calidad será aquella en la que los estudiantes, sin la necesidad de coerción, se verán interesados en aprender. Esto es especialmente importante por dos motivos: i) porque la educación solamente trae crecimiento económico en el largo plazo si es de calidad, y ii) porque no conferirle un sentido al aprendizaje (caer en el error de mecanizar a los alumnos), corre el riesgo de transformar al proceso educativo en algo deshumanizado.
Aunque es cierto que los países a nivel mundial han pisado el acelerador con el tema de la calidad de la educación, pues saben que esto redundará en un mayor crecimiento económico, muchos de los indicadores que se manejan aún son bastante fríos: los resultados de la prueba PISA, los retornos a la educación superior, el desarrollo de habilidades blandas, entre otros. En este sentido, se asume que la calidad de la educación se debe manifestar únicamente en los resultados provenientes de ella, y no del proceso mismo de aprendizaje. Sin embargo, esta concepción es inherentemente deshumanizada: ¿la obtención y preservación del conocimiento no es acaso una esencia clave de la condición humana? ¿Un mejor indicador de la calidad de la educación no debería medir el interés genuino de los alumnos por aprender?
El ideal de una educación humanizada aún está lejos de materializarse, puesto que las leyes que rigen el sistema actual no terminan de incorporar esta necesidad de estimular el interés genuino de los alumnos por aprender. Esto se manifiesta especialmente en la educación superior, la cual se rige bajo lo que en Economía se conoce como señalización. Según esta teoría, la finalidad de las carreras universitarias es permitir que las personas puedan distinguirse: ellas adquieren legitimidad en el mercado laboral al demostrar que concluyeron sus estudios. En otras palabras, la educación superior permite que el mercado laboral pueda discernir entre los buenos trabajadores (los que terminan bien una carrera), y los malos (quienes no), mediante la obtención de un cartón. Y en el proceso, pareciera que lo que suceda con la motivación genuina por aprender es dejado de lado. A fin de cuentas, lo que parece importar es solamente demostrar que se aprendió lo necesario, al margen de que se haya querido hacer o no.
Dicho todo esto, ¿cuál debería ser la finalidad de la educación? ¿Debe buscar ser únicamente un mecanismo señalizador, o una actividad de genuino interés para los alumnos? No se trata de que esté mal que solo sea un mecanismo de señalización, porque a fin de cuentas, al margen de cuál sea la finalidad de la educación, es innegable que tiene efectos positivos sobre la calidad de vida de las personas. Se trata de que dada la creciente oferta laboral de profesionales con estudios universitarios, ahora ya no solo basta con tener un título de pregrado; muchos apuntan a realizar un posgrado. ¿Y en diez o veinte años? Probablemente el fenómeno de los países desarrollados, en donde se requiere tener un doctorado para tener chances de empleabilidad, se extienda a economías como la peruana. ¿En verdad se puede seguir pensando que la calidad de la educación se mide solo sobre la base de los retornos esperados? ¿No implicaría esto que las personas tienen que pasar diez o quince años de su vida demostrando que pueden aprender solo para poder señalizarse adecuadamente en el mercado laboral? ¿No sería mejor que, dado que se pasa tanto tiempo en las aulas de clase, el sistema estimule el interés genuino por aprender y así borre por completo el estigma de que estudiar es una carga?
Hasta encontrar una mejor alternativa para medir la calidad de la educación, el futuro de este sistema cada vez más se asemeja más a una fábrica de robots con un altísimas calificaciones laborales, pero con una motivación intrínseca tan baja, que de no necesitar señalizarse, no lo pensarían dos veces antes de destinar su tiempo a cualquier otra actividad menos estudiar. Así, de permanecer inalterado el modelo, aumentará la riqueza de los países a costas de una deshumanización generalizada. ¿No podemos asegurar el crecimiento con una educación más humana?
¿Y Alberto? Ahora tiene 70 años y en una reunión con sus amigos, recuerda sus épocas de estudiante.
- En verdad, aprendíamos cosas que no servían para la vida. Tantos años más tarde, ya las olvidamos casi todas.
- Es cierto – le responde uno. Pero, educarte te permitió mejorar tu calidad de vida, aún cuando no le hayas encontrado sentido a mucho de lo que tuviste que aprender.
- Pero – dice Alberto – cuánto mejor hubiese sido si lo hubiese encontrado.
Con suerte, los nietos de nuestro personaje ficticio sí crecerán bajo un modelo educativo diferente. Aquí algunas ideas adicionales:
Bibliografía
Hanushek, E. (2011). Valuing Teachers. Stanford University. Education Next.