Cuando analizamos la historia, solemos identificar como motores del cambio a la tecnología o la política, pero, al concentrarnos solo en ellos, se subestima a uno de los actores principales: la sociedad. Los medios, las herramientas digítales y demás han alterado varias dinámicas, pero, aún más importante, han causado un cambio casi invisible en el significado mismo de “sociedad” que es difícil de aceptar para algunos.
Alain Tourine, sociólogo francés, define en su libro “El fin de las sociedades” (2016) a la sociedad basado en la experiencia de la Unión Europea como “una economía con voluntad de lucro limitada por el Estado, estimulado a su vez en esta vía por la mayoría de la población (…) que defendiera a la nación contra las demás y regulase la violencia interior”. Dicha definición no se aleja mucho de la de la RAE: “conjunto de personas, pueblos o naciones que conviven bajo normas comunes”. En pocas palabras, una sociedad busca ordenarse en favor de sus miembros; pero, aunque esta idea nos es familiar, existe un inconveniente con dicha definición: ¿verdaderamente describe a las sociedades actuales?
Sin exagerar, sabemos que el globalismo ha evolucionado drásticamente al comparar el comercio navío de condimentos extranjeros del siglo XVII con la posibilidad de comprar audífonos por Amazon. La aparición y el fortalecimiento de nuevos agentes han vuelto a la economía de los primeros sectores que dejó de ser un tema exclusivamente nacional. Prácticamente todos los países se han vistos forzados a establecer nuevas y más variadas conexiones porque lo ajeno (el dólar, el precio del petróleo, convenios internacionales, etc.) puede terminar afectando su lado del charco. No hay imperios o grandes culturas independientes que puedan cerrarse y pensar únicamente en “su pueblo”. Ahora hay muchos más vecinos que tomar en cuenta. ¿Dónde quedaron las sociedades entonces?
Además de la política, es fácil identificar que la cultura también ha padecido cambios principalmente por la entrada de elementos externos. Y no solo se trata de imposiciones culturales como en las conquistas, sino de entradas “bien recibidas” mediante el mercado como lo fue la cultura de masas durante los primeros años del cine y la TV. Todo ello ha cambiado durante generaciones la manera en que consumimos, producimos y nos identificamos a nosotros mismos dentro de este tsunami cultural. Ahora no tenemos un solo origen o influencia, al contrario, tenemos demasiadas con las que podemos interactuar, pero con las que no conectamos del todo; algo imposible al ser demasiadas, porque hay otros factores locales que no compartimos (la dieta, los entornos, el clima, etc.).
Esta ambigüedad de conexión-desconexión genera cierta ansiedad que puede llevar a una crisis de identidad en la sociedad porque no solo ciertos elementos “propios” han sido desplazados o alterados (como en el mestizaje), sino porque dichos elementos cambian demasiado. “¿Qué es mío?, ¿qué me representa?” Poder tener un sentido de pertenencia, relacionado con el nacionalismo, es básico para el triunfo de una sociedad porque define lo “propio” y generar unidad alrededor de ello para que los individuos puedan aliarse, comprenderse y trabajar por metas comunes. El sociólogo español Manuel Castells (2018) plantea una desconexión con la política nacional (instituciones, autoridades o normas) debido a una “crisis de representatividad”. Para muchos la política ha perdido la capacidad de defender los verdaderos intereses locales lo que también debilita la identidad la población.
Pero no hay que ser alarmistas y negar lo obvio: ha habido muchos beneficios y existe mucho potencial. Tan solo en campos como ciencia y medicina hemos sido testigos de esfuerzos mundiales en 2020 para desarrollar una vacuna que controle a la bendita covid-19. Conocimiento y técnicas extranjeras han podido ser compartidas, así como también se han podido desarrollar nuevas. En lugar de crear barreras de exclusividad, cada vez podemos lograr verdaderos beneficios mutuos. Por otro lado, hay muchos casos de sociedades y culturas que logran utilizar estos nuevos medios y recursos como potenciadores de su identidad. Es más, mediante dichas producciones culturales aplican el softpower, es decir, que persuaden a otros países sobre lo atractivo que son sus elementos. Bollywood es un ejemplo perfecto de ello para la India.
Tal como dice el propio Alain Touraine: “los cambios que estamos presenciando sugieren más una liberación que un caos”. Existe mucho potencial e incluso, sin desesperarnos en “recuperar” una identidad, existen medios para fortalecer esa voluble identidad.
Editado por Paolo Pró
Bibliografía
Touraine, Alain. El fin de las sociedades, FCE – Fondo de Cultura Económica, 2016. ProQuest Ebook Central.
Castells, Manuel. Ruptura: LA CRISIS DE LA DEMOCRACIA LIBERAL. Alianza Editorial (España, 2018).