Hace unas semanas pude participar de una conversación entre estudiantes de ciencias sociales sobre la música chicha, la cual fue dada desde una perspectiva sociológica altamente estimulante. Como si me encontrase en un diálogo platónico, cada persona defendió una postura diferente y se desarrolló una breve discusión sobre el éxito real o no del género en la actualidad, además de su vinculación con lo político. Más allá de las conclusiones, el debate parte de una observación real. Por donde quiera que vayamos, la chicha y, sobre todo lo chicha, nos persigue y aparece ahí en la ciudad, en sus vehículos, en sus casas, en sus vestidos, en sus bromas, en el trabajo y en sus fiestas. La chicha hace mucho que dejó de ser solo un género musical y se ha convertido en un estilo de vida a pleno derecho, en una forma de ser y estar en el mundo.
Danilo Martuccelli en su libro Lima y sus arenas menciona precisamente que nuestro primer presidente chicha fue Alberto Fujimori, por sus actitudes durante su gobierno y por su forma de gobernar, con toda la corrupción, la “pendejada” y la absoluta disposición para amarrarse al mejor postor y salir indemne simbólicamente, aspectos que tanto lo caracterizaron y lo definen políticamente. La chicha se ha convertido entonces en una imagen nítida que esclarece la forma en que se hacen las cosas en la ciudad. Lo chicha es una posición tomada para el mundo y en el mundo. Por supuesto, también es un sustrato cultural que se manifiesta como contraposición a lo criollo, a lo tradicional y lo señorial. Quien se identifica con lo chicha se identifica, al mismo tiempo, con un mundo vívido cuyo espesor se materializa en los valores del sacrificio, el trabajo y el esfuerzo constante para lograr nuestros intereses, pero también desde otro punto de vista en lo improvisado, lo modificable y lo caótico.
El éxito de la chicha es otro asunto del mismo lugar. Mi posición respecto al tema es clara y sólida. En la actualidad, muy pocas personas escuchan la música de Chacalón o de Los Shapis como una música particular de un distrito o una región, sino como expresión de un tipo de nacionalidad esencialmente peruana, como dato simbólico de nuestra realidad. Es un triunfo significativo si lo vemos desde los ojos de la historia y recordamos los inicios del género musical profundamente afectado por el estigma, la discriminación y el desprecio, aspectos que se manifiestan en la actualidad con menos intensidad. Creo que estamos en un momento donde la chicha y, paralelamente la cumbia, puede aspirar a conquistar un tipo de banderola universal al estilo de los grandes géneros musicales de la historia: nadie escucha jazz pensando que es un estilo exclusivamente estadounidense, sino por sus enormes efectos musicales.
Recordar las anotaciones de Carlos Iván Degregori puede ser útil para aclarar la posición de la chicha en el mundo artístico de nuestra ciudad. En uno de sus ensayos, el antropólogo señalaba que hablar de la chicha es hablar de un proceso democrático que, al menos, se visibiliza indiscutiblemente en la conquista de espacios antes muy reducidos para la masa de migrantes andinos que llegaron a la urbe, quienes fueron encontrando a base de forcejeos las formas de acceder a los medios de expresión artística y de difusión. No es una anotación para nada ociosa. En todo caso, retengamos la idea de conquista, la chicha no fue un regalo despreocupado de unos cuantos músicos que se reunieron un sábado o un domingo para jugar a la guitarra. Fue, al mismo tiempo que un trabajo estético e íntimo, un constante ajetreo en lo público, vinculado a las formas de organizar un interés artístico en un lugar donde se tiene todo menos espacio. ¿Qué se puede hacer sin espacio? Los artistas negociaron sus deseos para conquistar lo que conquistaron.
Por último, me parece poco productivo pensar si la chicha corre algún tipo de peligro por encontrarse en un proceso de comercialización industrial y, por ende, de popularización total. El arte vende, eso es muy cierto, y no debe preocuparnos tanto como la posibilidad de que solamente se realice para vender. Dejemos que nuestros artistas gocen de los discos y las vistas. Así, me parece más interesante pensar en las nuevas transformaciones del mundo social que se están vislumbrando en ese proceso artístico que convirtió a la chicha no solamente en sonidos, sino en imágenes. Al igual que los sonidos, la imagen es un producto de la cultura y, como todo producto de la cultura, define lo que somos. Una imagen es un sencillo cartel de propaganda, una pizarra pintada de verde, azul o rojo fosforescente, un truculento y monstruoso sueño, pero también un estilo que modifica nuestro andar en el escenario público. El sonido es la chicha y nuestra imagen es lo chicha. Esto no ha sido más que un pincelazo rápido de la cultura en la que vivimos y haría bien el lector en encontrar nuestras preguntas en su fuero interno.