En el año 1798, Immanuel Kant publicó un libro titulado El conflicto de las facultades, en el que advertía seriamente acerca de las amenazas que se cernían sobre la filosofía y las humanidades debido a dos motivos: la tendencia tecnocrática y profesionalizante de la educación superior, y la injerencia de una clase burocrática en la gestión de la vida universitaria. Más de dos siglos después, podemos ver que la advertencia de Kant cayó en saco roto.
Pensando un poco, ¿cuántas carreras ligadas a humanidades destacan como las más demandadas, rentables o con mayor proyección en los rankings? Exacto, ninguna. Naturalmente, esto no es casual. Es más bien el reflejo de una tendencia pragmática y mercantil que es cada vez más creciente y notoria, tanto en la organización de la vida social, como de la vida universitaria, y que considera superflua la formación en filosofía y en humanidades.
Los jóvenes estudiantes se aproximan a la universidad con la expectativa de enriquecerse en un triple sentido: humano, profesional y material. Sin embargo, en la práctica el primero se diluye o pasa desapercibido frente a los dos últimos. Las universidades no lo priorizan; las familias lo exigen poco o lo obvian. Probablemente muchos estarían de acuerdo en definir los estudios superiores como “el proceso de obtención de los conocimientos y habilidades fundamentales para ejercer una profesión y recibir a cambio cierto prestigio y una remuneración decente”. Sin embargo, tal definición resulta incompleta, pues relega el componente humano.
Así, cada vez es más frecuente que se suspendan cursos y carreras universitarias humanísticas en la educación universitaria y se privilegie una instrucción más ajustada a los requerimientos inmediatos del mercado. Los cursos de humanidades se reducen a su mínima expresión funcional. En palabras del doctor en Filosofía Franklin Ibáñez: “A la universidad promedio no le interesa formar seres humanos, sino agentes especializados en diversas técnicas y obtener una ganancia económica si la educación es privada. En muchas instituciones no existen departamentos o facultades de humanidades. Sus carreras —Literatura, Historia, Filosofía, entre otras— hace tiempo han sido desplazadas por otras más “rentables” como las Ingenierías, Ciencias de la Administración y otras que lucen más ‘necesarias’ o ‘importantes’ desde el punto de vista del mercado”.
Las humanidades que sobreviven son compartimentadas en el rubro de formación general o básica y son comúnmente desdeñadas por los estudiantes ante su aparente futilidad en relación con su carrera. Estas son cursadas solo por obligación o como una forma sencilla (?) para subir el promedio. Como estudiantes, sobre todo de cachimbos, posiblemente hayamos pensado lo mismo #No lo niegues; pero, ¿realmente solo a esto se reducen los cursos de humanidades?
Definitivamente no. De hecho, más bien, su objetivo era otro: comprender al hombre en sus productos, aciertos y errores a fin de humanizar al propio estudiante. Los clásicos de la literatura o los cuentos andinos son testimonios de humanidad. No solo “entretienen”. El filósofo, Richard Rorty sostenía, por ejemplo, que, entre las mejores armas contra fanáticos intolerantes o la generalizada insensibilidad social, se encuentra la literatura. La literatura transmite emociones; el arte, también. Despiertan y expanden la imaginación. ¿Resultan acaso poco útiles o valiosas para un profesional? ¿El ingeniero que construye un puente solo está delante de un problema técnico? ¿No puede sentir cierta compasión y compromiso adelantado por los usuarios futuros de sus obras? ¿Un empresario puede lucrar sin interesarse por la suerte de sus clientes, que no dejan de ser también sus compatriotas? ¿Un ministro puede hacer declaraciones sin considerar el contexto que viven sus conciudadanos?
Por otro lado, las humanidades nos dotan también de capacidad crítica. Nos ayudan a proponer y evaluar metas valiosas para individuos y colectivos, y nos enseñan a entender a las personas (psicología), las sociedades (sociología), las naciones (historia). Mientras la ciencia y el conocimiento técnico nos muestran el cómo; las humanidades, el para qué. Indican qué fines son valiosos de perseguir más allá del mero rendimiento económico. Si un objetivo de las humanidades se resume en forjar mejores personas (más tolerantes, inclusivas, empáticas), no deberíamos perdernos en la pregunta ulterior: “¿Y eso para qué sirve?”. Recuerda que cultivar nuestra humanidad constituye ya un fin valioso por sí mismo.
Edición: Paolo Pró
BIBLIOGRAFÍA:
Giusti, M. (2019). El conflicto de las facultades. Sobre la universidad y el sentido de las humanidades. Lima: Anthropos / Fondo Editorial PUCP.