Jamás había pensado con seriedad lo que mi mente me lleva a imaginar cuando estoy dormido. De hecho, para mí, los sueños eran un episodio insignificante y sin ningún tipo de valor para la existencia diurna. Soñaba, por ejemplo, que podía volar y saltar muy alto; que me encontraba en el colegio destruyendo las paredes, las carpetas y los lapiceros; que comía y viajaba de un país a otro donde las monedas eran deliciosos mangos; que mordía animales y pisaba arañas con forma de gato y sabor a maracuyá; que me caía de un sexto piso donde las personas tenían el rostro de mis profesores de primaria; en fin, imaginaba los asuntos más ilógicos y extravagantes del mundo. Por supuesto, también soñaba con inadvertidos encuentros sexuales, donde despertaba con el profundo miedo de que alguien hubiera podido ver lo que soñaba. Pero dada la locura incomprensible de esas noches, era conveniente olvidarlas y continuar con mi vida normal.
El interés por los sueños en mi adolescencia era realmente insignificante. Sin embargo, mucho tiempo después me dí cuenta de que los sueños podían tener algún tipo de injerencia en la vida real y que, en efecto, puede decirnos cosas interesantes sobre nosotros mismos. A propósito, una persona muy querida me acusó el año pasado de que le había sido infiel en uno de sus sueños. Pensó que se trataba de un mensaje misterioso que le advertía mi posible falta de lealtad y, evidentemente, terminó molestándose conmigo. Me dejó de hablar por unos minutos pidiéndome una explicación. En ese momento no conocía sistemáticamente la obra psicoanalítica de Freud y sus preciosas elaboraciones sobre la vida onírica, de modo que me encontraba contra la espada y la pared. ¿Y si de verdad era yo el chico de sus sueños, de esos sueños tan poco simpáticos? La angustia y la ansiedad del momento motivaron mis risas, las cuales provenían de la duda acerca de mi presencia en el mundo. ¿Soy real o un sueño? ¿Soy su sueño o soy otra cosa?
Con estas inquietudes, me familiarice obstinadamente con la interpretación de los sueños de Sigmund Freud. Aún lo recuerdo como uno de los mayores placeres de toda mi vida. Pertenece a la categoría de esos libros donde experiencia personal y labor intelectual se mezclan brillantemente como para dar resultado a una obra cuyo olvido podría considerarse, sin exagerar, un suicidio cultural. Mi primera aproximación fue completamente personal. Me dejé influenciar rápidamente por el psicoanálisis, debido a que sus explicaciones se vinculan y penetran en el interior de nuestras situaciones íntimas. Ciertamente, la mejor manera de saber qué significa un sueño es prestando un poco más de atención a lo que soñamos. Así, soñar permite pensar de otra manera. Lo que pensamos al dormir difiere por completo de los pensamientos que afloran cuando nos encontramos despiertos. Al dormir, se pone en juego la elaboración de un pensamiento que contiene lo más bello y horroroso del universo. Se trata, en efecto, de nuestros deseos. Para decirlo de la forma menos discreta posible, todo sueño responde al cumplimiento de un deseo.
Si mi primer acercamiento a la teoría psicoanalítica de los sueños fue enteramente personal, mi segunda aproximación podría definirse de otra manera, En mi segundo acercamiento, sentí a Freud en mi propia casa de estudios. Freud anduvo, anda y andará por San Marcos mientras se proponga estudiar psicoanálisis en diálogo con nuestras propias experiencias personales y, sobre todo, en revisión crítica con nuestras particulares experiencias culturales. Cuando en una de las clases de psicoanálisis comenté a mis compañeros el sueño de mi novia, me dí con la sorpresa de que es un sueño bastante frecuente como para no atribuirle solamente algún tipo de psiquismo individual: hombres y mujeres solemos soñar que, en el inicio de nuestra relación, el otro nos traiciona. Podría sonar contradictorio afirmar que todo sueño es el cumplimiento de un deseo y, al mismo tiempo, decir que soñamos algo tan indeseable como una traición. Es una de las objeciones que los pacientes le reclamaban al propio Freud y que supo manejar preciosamente. A decir verdad, siento que sería una deslealtad lectora darles un adelanto de dicho manejo freudiano.
No es un juego retórico afirmar que Freud estuvo en San Marcos, que se lo estudia, aunque no tanto como pareciera. Es la consecuencia de tomarse en serio las inquietudes de nuestra experiencia vital. Sentir la necesidad de abrir una puerta conduce a la acción de buscar respuestas a la pregunta: ¿y dónde están las llaves? La llave entonces aparece, se hace real, se hace presente. La llave no existe sin la necesidad de tenerla. Así definió Ortega y Gasset la necesidad de estudiar. Ciertamente, Freud es la llave que permitió abrir las puertas de la comprensión de nuestros sueños. Una de las tantas que podrían existir en la actualidad. Lo cierto es que, en el ámbito de los asuntos humanos, no existen las últimas palabras. Pensar nuestros sueños es un asunto inacabado, pero hacer el intento podría darnos la clave para pensar acerca del estado actual de nuestras fantasías, asunto del que, por más que se intente, no tenemos control. Después de todo, pareciera que nos encontramos en la afirmación de un breve cuento borgiano: “Como aquel rey – replicó Ulrica – que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga”. Lamentablemente, en la vida real hasta los reyes sueñan.