Muchas son las historias que se han dicho sobre la Antigua Grecia, desde las plasmadas en literatura, hasta las orales. Mediante las segundas, hoy sabemos que a Diógenes (padre fundador de la escuela cínica), alguna vez le preguntaron de dónde venía y su respuesta la formuló en una sola palabra: kosmopolites. (“ciudadano del mundo”). Muchos coinciden en que tal momento en la historia (realidad o fantasía), es el origen del  pensamiento político occidental cosmopolita.

Diógenes, un hombre griego que rechaza a su ciudad, su clase social —y su condición de hombre libre—, se define mediante una característica común a todos los demás seres humanos, griegos o no griegos, esclavos o libres: no como habitante de Grecia, sino como habitante del mundo, Al definirse de esa manera, Diógenes inicia una posibilidad política que también es moral, enfocada en la humanidad que compartimos más que en las características de origen, estatus, clase o género que nos dividen y diferencian. Una historia muy conocida asegura lo siguiente:

“Diógenes se burlaba de la nobleza de nacimiento y de la fama de todos los otros timbres honoríficos. Decía que solo hay un Gobierno justo: el del universo, kosmos.”

Así, el cosmopolitismo de la escuela cínica nos exhorta a considerar la igualdad de todos los seres humanos, dejando de lado aquellos rasgos naturales y sociales que son producto del azar. Ese es el sentido político de este pensamiento: igualdad sin las distinciones que por nacimiento o ley nos son impuestas.

La igualdad de Diógenes no es jerárquica, pues corresponde a cada ser humano que tenga un nivel mínimo de capacidad de aprendizaje y elección moral. Entonces, se excluye a los “animales no humanos” de tal consideración, y a las personas con discapacidades (epilépticos, discapacidad intelectual). Las diferencias entre personas con dicho nivel mínimo se han abordado hasta llegar a ser subsanadas (o al menos eso creemos). La idea de la igualdad humana es un requisito característico  para la política nacional e internacional. El respeto al ser humano ha sido un pilar fundamental para los derechos humanos y ha tenido un rol, fundamental en las nuevas concepciones legales y constitucionales de los países en democracia. Sin embargo, asegurar que la idea de igualdad humana es un aporte filosófico exclusivo de Occidente, es caer en un grave injusto.

La India, fue, por mucho tiempo, un país dividido por las castas y la asignación de ocupaciones determinadas según el origen de nacimiento. El budismo planteó una idea diferente: la igualdad humana. A pesar de que, en la primera mitad del siglo XX, Gandhi reinterpretó la tradición budista-hindú conforme a principios más igualitarios de los ya planteados, él y el resto de fundadores se avocaron a los antecedentes budistas de la igualdad del ciudadano como principio fundamental para un nuevo país. Por eso, la primera constitución de la India (1949), esta vez sin dominio británico, pone especial énfasis en la igualdad de la dignidad humana en un primer plano.

De igual manera, el movimiento por la libertad de Sudáfrica reivindicó el respeto por la dignidad humana como centro de su ideología política revolucionaria. Si bien las doctrinas estoicas tuvieron gran importancia, estas fueron invocadas junto con las ideas tradicionales africanas —como el “ubuntu” —, que profesa la idea de que una persona se hace humana a través de las otras personas. Nelson Mandela —en un libro de cartas y entrevistas titulado “Conversaciones conmigo mismo” (redactado cuando estuvo recluido por 27 años en Robben Island) —, realiza un profundo análisis sobre el filósofo estoico Marco Aurelio y su libro “Meditaciones”. Muchos años después de tal lectura, y ya como líder de su país, se redactó la Constitución (1996) que se inspira en gran medida en esas ideas filosóficas.

Los recientes sucesos ocurridos a nivel mundial vuelven a poner en tela de juicio la idea sobre igualdad humana. Afrontar un virus parece haber pasado a un segundo plano, por esa lucha constante del hombre contra el hombre. Las respuestas abundan, pero las preguntas perduran ¿es posible ser aún un ciudadano del mundo? Como diría Bob Dylan, “¿Cuántos caminos debe una persona recorrer antes de que lo llamen hombre? ¿Cuántos años puede la gente existir antes de que se les sea permitida su libertad? ¿Cuántas muertes tendrán que pasar hasta que el hombre sepa que mucha gente ha muerto? Las respuestas —si es que existen—, seguirán “soplando en el viento”. 

Edición: Paolo Pró