Amanece. Abres los ojos pero todo lo que anhelas es seguir durmiendo. Las penas sobrepasan la escasa energía de comenzar el día. Das la vuelta dos o tres veces en la cama, sientes el cuerpo pesado y, bajo un último esfuerzo inaudito, consigues sentarte en el abismo de las sábanas. Sucumbido en el inicio de un esperanzador letargo, solo suspiras; «aquí vamos de nuevo».
Siguiendo la línea temática del artículo anterior en torno a qué podemos llamar arte, y gracias a una serie de infortunios que he atravesado estos últimos días, volvió a mi inquietante pensar la cuestión de qué nos motiva a levantarnos cada mañana de la cama —aún cuando sintamos el vacío más desolador en nuestro interior. Entre las respuestas que intentaba formular, fue inevitable acudir al maestro del pesimismo filosófico: Arthur Schopenhauer, quien propone la contemplación del arte y la estética como alternativa de solución al sufrimiento natural del hombre.
Que no se me malinterprete. La presente reflexión no pretende preponderar el valor del arte como una simple motivación matinal para los corazones rotos, ni mucho menos establecer a grandes rasgos sobrevalorados que arte es, por ejemplo, un análogo al primer motor inmóvil del movimiento eterno del universo. Pero es importante reconocer que como animales lógicos, necesitamos una explicación de dónde viene nuestra necesidad de dispersarse frecuentemente de los problemas cotidianos. Ya se trate de una película, una canción, algún poema que te atrapó, o la fotografía del sunset que sacaste con tu celular, nuestros sentidos siempre van a buscar algo lindo que contemplar.
¿Por qué sufrimos?
De acuerdo a la filosofía de Schopenhauer, el hombre actúa bajo una fuerza primaria superior a cualquier razón o lógica. Se trata de la voluntad de vivir, una constante que nos empuja hacia el progreso del día a día. De acuerdo a esta premisa, los hombres vivimos angustiados, siempre en búsqueda de la superación y complacencia de nuestros deseos, lo que nos lleva a aferrarnos a la existencia, haciendo que nuestro camino sea insistente, tonto pero sobre todo ciego. Para cumplir nuestras expectativas, los hombres hacemos todo lo que está en nuestro poder para sobrevivir, aun cuando el contexto sea oscuro o muy agudo, la necesidad de perpetuar nuestra vida está latente en nosotros y cada acción. De manera que frenéticamente intentamos encontrar el mejor trabajo, ganar el mejor sueldo, ligar con la mejor pareja sexual o romántica, impresionar al grupo social, etc. Esto es algo tóxico, ¿no?
El dolor y el placer excesivos deben ser considerados como los mayores males a que está expuesta el alma. Pues experimenta una gran alegría o un gran dolor, en su indebida impaciencia por alcanzar la una y evitar el otro, no es capaz de ver ni escuchar nada correctamente; pues está loca, y es totalmente incapaz de cualquier participación en la razón.
Platón (Timeo, 86c)
Mientras más enfocados estemos en perseguir la felicidad, más desdichados nos sentiremos. En efecto, cuando aquellos deseos no son satisfechos favorablemente, sufrimos. Basta con ejemplificar el dilema del amor no correspondido —alguna vez habremos puesto altas expectativas en alguien o una relación que finalmente no resultó siendo lo que esperábamos—.
Las teorías acerca del origen del sufrimiento del hombre son múltiples, y tanto los sistemas filosóficos como religiosos se han encargado de proponer formas de vida ascéticas para contrarrestarlo. Esto supone prácticas de renuncia que conllevan alejarte de tu ciudad, tu familia y amistades para superar todo deseo ostentoso como riquezas, lujos o placeres sexuales. Como cuando en el colegio salías de paseo a Chosica para descansar del bullicio de las aulas.
¿De qué manera el arte puede suprimir nuestro sufrimiento?
Una de las formas de escapar de esta condición humana es entregarse no solo a la filosofía, sino también a las artes. La contemplación estética le permite al espectador conocer las ideas eternas de las cosas sin ataduras, entre tanto, sin la percepción ordinaria e individual de estas en el mundo de la representación donde nada es certero. ¿Por qué? Porque permite captar las cosas fuera de su relación con la voluntad, sin subjetividades ni intereses.
Las obras que nos enfrentan a lo insoportable que es la vida misma calan en nosotros de manera tal que, al ser intuidas, tanto el sujeto cognoscente, —ahora sujeto puro de conocimiento—, deja de estar al pendiente del tiempo, espacio, causa y efecto de todas las relaciones entre dichos objetos conocidos. Así, a través de la belleza nos distanciamos de la voluntad individual, teniendo como resultado una percepción de la vida tal cual es, sin ninguna ilusión y sin cuestionar la forma de conocimiento que sigue el principio de la razón y que solo capta las relaciones entre los objetos.
La belleza es inseparable de la búsqueda de la verdad.
Nuestro cuerpo es una prisión en cuanto a los deseos requeridos por él. Ante este nihilismo, el sentimiento de lo sublime puede surgir como esclarecimiento, tal cual lo hace la revelación de la verdad metafísica. Cuando nos preguntamos por lo intangible y permanente estamos operando de acuerdo a nuestro asombro de la naturaleza, del contraste entre la magnitud del universo y lo insignificantes que somos. Ello demuestra que incurrimos en una necesidad metafísica que jamás encontraremos en los placeres banales, valga decir corporales una vez más, sino que lo abrazamos en las obras hechas con mayor objetividad posible.
A saber, del mismo modo que todo sentimentalismo nos hace daño, quiebra al ego y destruye expectativas, no hay descanso más balsámico —aunque crudo— que el entregado por el arte pesimista. Si, por otro lado, también buscamos consuelo en el arte romántico, enaltecedor e idealizado, no encontraremos más que apariencias, situaciones ilusorias que condenan más nuestro intelecto y nos alejan de la verdad. Necesito liberar mi espíritu de la opresión de la voluntad, por eso acudo al reposo que los caminos de mis deseos me han arrancado. Prefiero la tragedia, cuyo fin es inclinarme hacia la resignación y la voluntad de vivir, y rechazo tajantemente, toda aquella pieza que me anime e incite a vivir.
La belleza necesaria está pues, en las ideas puras. En aquellas artes que me muestran una intuición puramente objetiva de los objetos —quizá de los más insignificantes— y que después yo, como espectadora, contemplaré atenta (si se quiere con emoción). De este modo puedo, entonces, reproducir la misma intuición que tuvo el artista al momento de objetivar dicha obra (paisaje, melodía, poema), y soy invitada a formar parte de aquella, es decir, me sumerjo en ella. Así, tanto artista, obra, como espectador se hacen, – dice Schopenhauer-, uno solo.
Edición: Kelly Pérez