La escena es como sigue. Estaba en el mercado, tomando desayuno. Unos segundos después de haber disfrutado de una jarra de jugo, por supuesto de fresa con leche, noté que a mi lado una señora con su hijo cuchicheaba en voz alta. No le calculo al varoncito más de 4 o 5 años, incluso podría decir menos. La señora estaba apresurada y el niño bastante ansioso. Su deseo más apremiante era ir al baño, quería hacer pichi. La señora le dijo que no había tiempo para el baño, que aquí nomás. Le pidió una bolsita a la chica del desayuno y, agazapando a su hijo contra la pared, de tal forma que ocultara su molestoso trámite, hizo que orinase hasta sacudirse el miembro. Terminado el asunto, amarraron la bolsa y se la devolvieron a la creadora de los jugos más deliciosos de la ciudad. Le dijo: “un favorcito, gracias”.
No es solo un tema de niños. Hay otra escena, un drama todavía más detallado. En los transportes urbanos, nada es más rápido que un tren, a excepción de los días en que toca hacer cola. Por una suerte de penoso destino los usuarios no solo tienen que hacer cola para entrar, sino también para usar sus baños, sobre todo en estaciones de alto movimiento. Estaba haciendo cola. Tenía las mismas urgencias del niño: hacer pichi. Desde la distancia de 4 hombres uno podía reconocer ya el estado del baño, por su olor a podrido y el lodo que se extendía por los alrededores del servicio. Ya faltaba poco, aunque los demás muchachos se habían demorado mucho. El señor que estaba delante de mí se mostraba inquieto y, poco antes de que le tocase su turno, hizo un gesto de todomedaigual con sus manos y comenzó a drenar los excesos de su cuerpo sobre el lavadero de manos. Él dijo algo sin mover los labios de su boca: “ya qué chucha”.
No dudo de que cada quien tiene su propio catálogo cotidiano de eso que podríamos llamar “urgencias inexcusables”. Sin embargo, por más urgentes que sean las ganas de orinar, socialmente las cosas están organizadas de tal forma que existen lugares apropiados para la descarga discreta de nuestros desperdicios internos. El tema es cuando se decide hacerlo en otro lugar. Eso lo hace un fenómeno culturalmente interesante. Más allá de la indignación cívica que podría causar orinar en lugares donde no corresponde, acción que típicamente se ve realizada por hombres, haríamos bien en comprender sus motivaciones y darle algún tipo de sentido. En psicoanálisis, hay una idea que podría ser la pista para resolver estas preocupaciones. Se dice que el primer contacto del niño con la sociedad es cuando dejamos de usar el pañal, porque desde ese momento aprendemos a distinguir sobre los lugares donde debemos o no dejar nuestras heces.
Nos vemos realmente forzados a significar un espacio y diferenciarlo de otro. Entonces debemos aprender a usar el bacín, el baño o cualquier otro objeto que cumpla la meta de recibir esas urgencias. De lo contrario vamos a ser víctimas de castigos y atropellos de los mayores, porque dicen que las heces ensucian, corrompen y huelen mal. En algunos casos, estos castigos pueden ser severos y, en otros, flexibles. Pero a través de los castigos ciertamente aprendemos las “normas de casa”. En ese sentido, hacer pichi en un lugar donde no corresponde es una forma de transgredir tales normas, de pasar por encima de ellas y demostrar, más allá de cualquier acuerdo, que quien tiene el control de las cosas somos nosotros mismos. Este gesto, ese pequeño detalle, esa inofensiva coma, de hacer algo en un lugar donde no corresponde, revela un vínculo con el mundo altamente problemático, porque el yo trata de hacerse un espacio para si frente a la realidad.
El “ya qué chucha” forma parte de esos gestos donde las personas, ante una realidad tan angustiante, encuentran formas para hacer prevalecer su yo, negando todo tipo de normas y justificando sus culpas. Hay quienes observan en esto algunas manifestaciones sádicas, es decir, orinar en el poste es una forma de hacer daño a lo público, y sentir placer haciéndolo. Pienso que existe cierta verdad en esas explicaciones. Aun así, si uno mira de cerca el mundo habitual de las personas, tal vez llegaría a otro tipo de conclusiones sin desconocer a las otras. Hay una distancia que merece ser comprendida: la distancia que separa entre quienes cumplen las normas y quienes no la cumplen. Cada uno de ellos mira al otro con palabras prejuiciosas, pero una atención sobre sus mundos haría ver que en cualquiera de las dos posiciones se construye una vida razonable, normal y significativa. Pienso que, en una vida plagada de renuncias y castigos, orinar en bolsita podría ser la única forma de sentir que aún hay un yo en nuestra existencia.