Un peligroso virus ataca al Perú. Pareciese que el poder transforma a las personas y el Perú hoy es un (penoso) espectáculo, en el cual la ambición y la poca vergüenza son las reglas. En este país, todo se compra y vende: votos, indultos, vacancias, ministros, voluntades, principios. ¿Cuál es el origen de todo esto? Ahora que la crisis es evidente, ¿cómo evitar que el virus contagie a todos?
La historia sabe
Jugar con el poder es peligroso. Caídas de civilizaciones, revoluciones y guerras han estado vinculadas a situaciones insostenibles con el manejo del poder (pensemos por ejemplo en los incas, quienes enfrentados por el poder fueron derrotados fácilmente). En el Perú, los últimos 100 años también estuvieron marcados por cambios bruscos en las estructuras de poder, con periodos alternantes entre dictaduras y gobiernos civiles. La historia, como la economía, tiene periodos crecimiento y caída, con ciclos superpuestos de larga y corta duración. ¿En cuál estamos hoy?
Sería ingenuo creer que hemos encontrado el modelo perfecto, aunque a veces estemos tentados a pensar así. El componente cíclico de la historia debería hacérnoslo notar. Las reformas de los 90 trajeron beneficios económicos indiscutibles, pero una debilidad política-institucional también ahora evidente. Lo curioso es que esta debilidad, ya advertida pero ninguneada, empieza a repercutir fuertemente sobre lo económico: la incertidumbre reina y ello conlleva a tener hoy una economía paralizada. Se ha construido una pared grande entre economía y política, como si fuesen mundos completamente separados, y el monstruo económico ha crecido tanto —recordemos a Odebrecht— que está atacando a nuestras débiles instituciones.
¿Es acaso el inicio del fin del ciclo peruano actual, uno de casi 30 años, y el principio de una nueva etapa desconocida (del cual el populismo estilo Trump podría ser un presagio internacional)? Sinceramente, espero que no. Con sus defectos, este periodo de tiempo ha traído un desarrollo muy importante que debe continuar. Todavía hay mucho por hacer. Pero lo cierto es que la crisis actual (bautizada “de los cojudos” por Mijael Garrido Lecca [1]) nos obliga a reevaluar las cosas. Esto implica ser críticos con todos: con los políticos, pero también con nuestra propia élite empresarial, la cual muchas veces se consideró intocable, y que indiscutiblemente ha sido la gran ganadora de los últimos 30 años.
¿El sucio y vil dinero?
El poder moldea tanto a políticos como empresarios —el dinero es una de las principales fuentes de poder— y crea enredos como el actual. Eduardo Dargent, a propósito de las declaraciones de Barata, mencionaba hace unos días: “curiosos liberales, que ven al monstruo en el Estado, pero minimizan los efectos nocivos de la concentración del poder privado, la influencia de castas y jerarquías en los asuntos públicos”[2]. Este es uno de los mayores riesgos hoy. Cuando se deja todo libre y al mercado, sin controles ni balances, algunos pueden empezar a acumular bastante poder. Un poder que, con el tiempo, puede negar derechos a otros. Luego, el poder y el dinero se vuelven drogas adictivas que nadie está dispuesto a ceder. Existe tanto el corrupto como el corruptor: necesitamos ver ambas partes.
Alberto Vergara se preguntaba hace unos días: ¿por qué nadie puede decir “no” (a la corrupción)?[3] La respuesta tal vez no sea tan complicada: hace tiempo que nos dejaron de importar los medios para llegar al fin. Tal vez incluso nunca lo hicieron. Las élites, políticas y económicas, creen que basta “chorrear” beneficios económicos a los de más abajo para tener la consciencia tranquila; incluso, están totalmente convencidas de que con esto demuestran su compromiso social. Esto explica la cantidad de respuestas inverosímiles para justificar esta mezcla poco ética entre intereses públicos y privados (hasta ahora PPK cree que no cometió ningún error y los congresistas actúan de manera similar con sus “negocios” privados). No hemos aprendido a diferenciar las cosas.
¿Qué nos toca hacer?
El virus del poder ha estado siempre presente en la historia y los jóvenes usualmente han mostrado la mayor resistencia para no caer. Han sido el balance necesario. Pero no es fácil. En un país con prácticamente ningún referente que seguir —todos han ido cayendo como en dominó— debemos formarnos críticamente para no dejarnos envolver por este deseo descontrolado de poder. Recordar bien nuestros orígenes y principios, atrevernos a salir de nuestras burbujas, y reconocer las injusticias y desigualdades que persisten, son tal vez algunas cosas en las que podemos ir trabajando. El país necesita de todos. Nosotros mismos seremos la medicina cuando alguien quiera abusar de una posición de poder. Debemos mantenernos atentos y preparados.
[1] https://peru21.pe/opinion/crisis-cojudos-398944
[2] http://larepublica.pe/politica/1205685-una-agenda-para-la-indignacion
[3] https://www.nytimes.com/es/2018/03/09/opinion-vergara-peru-corrupcion-odebrecht/