Intento, desafortunadamente, recordar las primeras emociones que invadieron mi ánimo al salir del vientre materno. Es imposible: no podemos hacerlo más que de forma indirecta. Cuando nacemos, lo más inmediato a nosotros es la vitalidad de la pena, del dolor, del desconsuelo. Lo cierto es que ese inicial llanto no es sino un preludio de lo que vendrá después. Diríase que el mundo, el ambiente, el clima, incluso el aire, va preparando a nuestro cuerpo, a nuestros ojos, un tipo particular de testimonio para la calamidad a través del gemido de una lágrima o de un lloriqueo. Honestamente, no creo que exista emoción más bella, dulce y tierna. Sobre todo, porque las lágrimas simula el tiempo de las lluvias, de esos días y noches en que nuestra piel es acariciada por el agua de las nubes, y que van cayendo libremente hasta dar con el suelo para empapar nuestra ciudad, para refrescarla y colorearla de verde. Por su parte, el niño celebra la lluvia. Juega con ella, se divierte. Abre la boca para sentir su sabor, su olor, su sonido. Luego de satisfacer su deseo, comienza a dar vueltas y se tira en la pequeña playa de cemento. La madre grita y lo abofetea. Le dice que ensució su ropa y que no tiene nada más que ponerse, que se va a enfermar y que le van a inyectar una aguja en sus nalgas.
El niño ingresó a la realidad. Se da cuenta que tiene cuerpo, que se enferma y que existen límites que no deben cruzarse. Entonces el niño llora, patalea, hace berrinche y se encierra. Parece que alguien le persigue y quiere hacerle el mal. Su mundo se desmorona y se pierde. Su presencia no está asegurada, se hace añicos y se pulveriza. Quiere jugar en el charco, en el lodo, pero algo lo reprime. El niño anda triste, llorón y confundido. Su madre, el ser que tanto quiere y adora, es la misma persona que tanto detesta y odia. Quiere protegerla y, al mismo tiempo, deshacerse de ella. Entonces la madre se da cuenta que quizás fue muy ruda. Siente culpa y le compra un caramelo, una hamburguesa, una gaseosa, un piqueo, un chupetín, un juguete, un celular, una computadora o cualquier otra lindeza. La más generosa, adicionalmente, lo lleva al circo, a la fiesta, al cine, a la matiné, al payaso, con la finalidad de sentirlo reír y carcajear hasta que pueda perdonarla. Se intenta reparar una culpa, una situación en la que los límites impuestos a generado el llanto y la tentación de un asesinato en la fantasía. Sea como fuese, es una reparación exitosa. El niño se divierte en el circo, en la fiesta o en el hogar de los payasos. Se ríe con ellos, se hace cómplice del riesgo y siente que su cuerpo yace en un mundo de misterios. Si el circo y el payaso garantizan un lugar para la alegría, es porque habitamos un territorio donde conseguirla constituye un problema. La alegría parece no estar del todo garantizada y, por esa razón, la larga tradición de los payasos parece mantenerse viva hasta el final de los tiempos.
Mariátegui dice algo muy cierto cuando escribe sobre el mundo circense: la experiencia del circo, del payaso y, por añadidura de la comicidad, es universal y captura a personas de diversa clase social porque en ella se recuerda nuestros primeros sentimientos eróticos. Es el cuerpo voluptuoso de los trapecistas, de los acróbatas y de la locura encarnizada del payaso lo que despierta un placer desconocido, abierto y encantadísimo por la novedad, como si no hubiera sitio para el pasado ni para el respeto. María Zambrano, al igual que nuestro ensayista, le dedica un par de pensamientos afilados al arte popular de los payasos: en su imitación a la muerte, el clown nos consuela de ser nosotros mismos. Nos reímos de lo que hace, de lo que dice, de lo que siente, porque hay algo seductor en sus movimientos que nos hace descubrir el deseo de no ser tanto nosotros mismos, de que quizá queremos capturar ese estado de alegría total donde no importa nada, donde no exista realidad y donde solo se garantice el juego. Nos sentimos liberados al ver al payaso jugar y hacer ridículo, porque en su ridiculez se halla solucionado un conflicto que maltrata a nuestros deseos: el deseo de ser así y no tanto nosotros. Quizás por eso el maquillaje: cualquiera podría pedir prestado el personaje y convertirse en un payaso.
Pienso en el payaso, en sus chistes y en sus números como una figura estética tan profunda como la que podría conseguir una gran poesía o una gran novela. Por eso muchas veces me he preguntado por qué en nuestro medio no existe un Chaplin o un Cantinflas en el ámbito de la comedia como sí tenemos un Vallejo en el espacio de la poesía. Probablemente, lo más cerca que hemos estado de tan notables personajes ha sido la figura de Sofocleto, aunque es difícil considerarlo ya que este autor dedicó su arte al universo de la escritura y de los libros. El ambiente de mayor esplendor para un payaso yace en un código cultural específico como el de la oralidad, donde puede hacer uso de un lenguaje mucho más rico para sus expresiones. En la oralidad, el payaso se siente más cómodo para el uso de su cuerpo, para el reconocimiento facial y para el abordaje cara a cara. Volviendo a lo anterior, parte de la respuesta tiene que ver con el hecho de que la comedia favorece la creación de una pieza a partir de una emoción que, en nuestra sociedad, tiene un significado cultural bastante especial. En la comedia, se necesita aprender a reírse de uno mismo, de encontrar placer en los infortunios y de no sentir perdida nuestra presencia allí cuando el mundo no corresponda totalmente a nuestros intereses. En otras palabras, para ser un payaso es fundamental un trabajo sobre la vergüenza de uno mismo. El erotismo cómico no es renegón ni agridulce, sino juguetón y espontáneo.
El payaso, al igual que el niño, celebra la lluvia, se divierte con ella. Abre su cuerpo para sentir su sabor, su olor, su sonido. Reconoce su cuerpo y se burla de sus límites que impone la enfermedad, el frío o el lodo. No tiene miedo de ensuciarse. Para él, no existe la tristeza. Es un filósofo y un pensador, dado que no le teme a la autoridad de la muerte. Lo único que respeta es la alegría, la risa y el baile. Al igual que nosotros, la alegría no se la supieron enseñar y, por fortuna, no necesita que se la enseñen. Su presencia, su disposición ante el mundo, sus zapatos grandes, su atuendo ancho y su cara pintada revelan el gran secreto de la existencia: no existen lecciones que valgan si uno no se arriesga a la renuncia del mañana, si uno no se atreve a vivir el aquí y el ahora. Por eso el niño le teme tanto como le gusta. Se ve a él mismo jugar con el mundo, se siente parte de su cuerpo y de sus gestos. Al mismo tiempo, ve todo lo que no es, lo que no debe ser, lo que la realidad se lo impide. Siente, muy profundamente, el pavor y el placer de que se han cruzado las líneas, de que se ha sacado la vuelta a la realidad. La emoción del payaso es un sentimiento de plenitud, de grandeza, de una alegría desbordada que supera toda filosofía melancólica. De ahí la tragedia misma del personaje: el payaso, al ser eterno, solo puede vivir en un tiempo fragmentado. Se acaba la fiesta, se van yendo los invitados y el personaje se quita su máscara. Regresa a casa y se pregunta por el fin de mes. El payaso regresó a la realidad.