Sabía que en algún momento me sentaría a escribir acerca de lo que pasó hace dos años y medio: el día en el cual me enamoré de Fernandita De las Casas. Sabía, también, que el día en el que me siente a hacerlo, debía de ser un día en el cual presienta que el resultado probablemente no iba a ser un relato fraudulento, ni mucho menos el de un joven enamorado, o mejor dicho desilusionado, que escribe con el único fin de desahogo. Quería darle forma a esta historia. Quería que escribir sea una representación manipulada de la realidad, una ilusión, un simulacro, una quimera. Eso me haría sentir que por fin había ganado la batalla. Creo que lo he conseguido. Creo, además, que por la facilidad con la cual han llegado las ideas a mi mente y las he podido representar, podría ser lo mejor que he escrito en mucho tiempo.
Conocí a Fernanda De las Casas de forma un forma bastante pelicular: por ese entonces, y creo que hasta ahora, la Universidad del Pacífico ofrece a sus alumnos la posibilidad de trabajar en labores de anfitrionaje para sus diversos eventos de promoción de carreras universitarias. Es decir, por un sueldo bastante atractivo –tomando en cuenta tu poca experiencia laboral– te hacen recibir y conversar con futuros postulantes y padres de familia. Eso, en mi caso, resultaba bastante llamativo por dos motivos: primero, por las oportunidades de desarrollar mis habilidades personales, que por ese entonces estaban bastante bajas; y segundo, por la posibilidad de generar un dinero extra que me ayude a solventar mis gastos universitarios. El día que conocí a Fernanda De las Casas trabajamos juntos en un evento, intercambiamos un par de palabras de coordinación durante el trabajo y tal vez un par de bromas.
El hecho más curioso está en que, al finalizar la jornada, Fernanda De las Casas hizo una pregunta que la describe de cuerpo entero y que hasta el día de hoy recuerdo con claridad y exactitud: «Me voy para La Molina. ¿Alguien se va por ahí, para que lo jale?» Si a eso le sumamos esa sonrisa sincera, que expresaba un deseo genuino por ayudar a las personas, entonces el resultado fue que, por una cuestión de inercia, me atreví a levantar la mano. Naturalmente no vivía en La Molina, vivía al otro extremo, en el Callao, pero algo en mi interior me hizo mentir. No sé si fue una de las mejores o peores decisiones. De lo que sí estoy seguro, es que las cosas no volverían a ser igual desde ese entonces.
En el transcurso que íbamos a su camioneta –una Land Rover– me la pasé pensando en que quizás no compartía casi nada con Fernanda: ella: buen colegio, posición económica acomodada, apellido extranjero un poco difícil de pronunciar, fiestas caras, viajes al extranjero, mientras que yo: colegio nacional, posición económica complicada, apellido bien peruano, fiestas de barrio y viajes interprovinciales. A pesar de eso, de que no compartíamos absolutamente nada, la conversación se desarrolló de forma mágica: me di cuenta de eso porque, cuando comentaba algo, lo que sea, había dos posibilidades: que Fernanda me responda con algo que me gustaría o no escuchar. Sus respuestas iban más allá de eso: eran lo que esperaba escuchar, pero además, eran cosas que quizás nunca me había puesto a pensar. Sus palabras invitan a la reflexión.
Ahora, que me pongo a pensar las cosas de una forma mucho más calmada, he llegado a la conclusión de que la conversación exitosa de ese día no fue tanto a mis habilidades interpersonales, sino más bien a esa habilidad natural en ella: la cual quizás sea su mayor virtud. No darme cuenta en un principio de eso, me llevó a enamorarme perdidamente.
Pero no se equivoque, estimado lector, esta historia – la cual por motivos de extensión debe llegar a su fin – no acaba con un final feliz: aquí, la chica y el chico de dos mundos distintos no se llegan a enamorar ni mucho menos estar juntos. Tampoco piense que no me di cuenta en un principio de que mis probabilidades de éxito eran escasas. Lo que sí me gustaría compartir con usted, y creo que es lo mejor de esta historia, es la manera en cómo el amor puede hacer tumbar las murallas racionales que muchas veces construimos.
Y es que todos los argumentos que había preparado antes de conocer a Fernandita, para evitar que situaciones como esas me pasen, y que creían se cimentaban en muros sólidos y racionales, ella los derrumbó en dos segundos. No le costó mucho esfuerzo tampoco. Fue en ese momento en el cual me di cuenta de que, cuando te llega el momento, no hay marcha atrás. No importa lo que hayas pensado, lo que hayas construido, lo que pienses que esté bien o mal, porque, al fin y al cabo, el amor te hace reconfigurar todo lo que antes sentías seguro. Amé a Fernandita De las Casas en mis mejores momentos y la odié en mis peores.
Pero ahora, que escribo este relato después de dos años y medio, es que puedo entender que existen personas que nos hacen descubrir el amor, el verdadero amor: aquel que saca lo mejor de uno, que motiva a seguir a adelante, a mejorar como persona, a dar una mano al prójimo, a vivir…a vivir mejor. Gracias por eso, Fernanda.