Es una triste realidad que los estudiantes de medicina pasamos por un proceso de deshumanización mientras estudiamos la carrera. El sistema nos lleva a ver a los pacientes convertidos en objetos de estudio; a los síntomas, en enigmas por descifrar y a las enfermedades, en problemas por resolver.
Cuando llegó el momento de asistir a un hospital nacional, yo me consideraba una estudiante enraizada en el sistema de educación médica. Durante tres semanas, junto con otros cinco estudiantes, tuve la tarea de observar y diagnosticar a cada paciente que entrase al consultorio psiquiátrico.
El primer paciente del día fue Raúl. Entró al consultorio con sus ojos fijados en el suelo y tomó asiento al frente del psiquiatra, sin pronunciar ni una palabra.
– Buenos días Raúl, ¿cómo te sientes hoy día?
– Doctor, no esperaba que tantas personas estén aquí.
Mientras hablaba, se frotaba las manos nerviosamente.
– Sí, lo siento mucho. Estos son estudiantes de medicina que quieren conocerte. No dejes que te hagan sentir incómodo. Por favor dime, ¿Cómo te has estado sintiendo estos días?
– A veces me despierto y me siento como A y luego otras veces me siento como Z.
Parecía ansioso y constantemente cambiaba de posición en su silla.
– Está bien, pero cuéntame un poco más.
– No quiero hablar sobre el tema.
No mostraba ningún tipo de expresión ni emoción facial.
– Está bien Raúl, ¿hay alguna cosa que tú me quieras decir o contar?
– No, en verdad no.
Luego de un par de preguntas más, sin respuestas sustanciales, la entrevista culminó y Raúl abandonó el consultorio.
Discurso desorganizado, comportamientos extraños, apatía, ansiedad, irritabilidad y paranoia.
Diagnóstico: Esquizofrenia paranoide.
Era la primera vez que había conocido a un paciente esquizofrénico. Mi ignorancia me había llevado a imaginar que la mayoría de pacientes esquizofrénicos estaban en un constante estado de entumecimiento debido a los fármacos o que vivían en algún tipo de hospital mental.
Estaba muy equivocada.
Minutos después de que Raúl se retiró del consultorio, su mamá entró y la entrevistamos. Aprendí que Raúl era como cualquier otra persona; tenía hobbies, aspiraciones, una pasión por la lectura y una familia que lo amaba mucho. La única diferencia entre Raúl y yo, es que él tiene una disfunción de dopamina y yo no.
Mientras las semanas avanzaban y aprendía más sobre el mundo psiquiátrico, mi curiosidad me llevó a descubrir la realidad de los servicios de salud mental en el Perú. En nuestro país hay alrededor de cuatro psiquiatras por cada 100,000 peruanos; tres hospitales mentales en todo el país y en el 2014 se estimó un gasto gubernamental per cápita destinado a la salud mental de 1.96 dólares americanos. [1]
$1.96, un poco más de 6 soles, es toda la plata que el gobierno ha destinado para asegurar el bienestar mental de pacientes como Raúl.
Estas estadísticas pueden ser chocantes y desalentadores, pero es necesario mencionar que hay psiquiatras que trabajan incansablemente, todos los días, con limitados recursos, para proveer el mejor cuidado y tratamiento. Ellos no ven a sus pacientes como “locos”, sino como seres humanos que necesitan un poco de ayuda para poder vivir sus vidas plenamente.
Esta experiencia me ha llevado a entender que la clave de la práctica médica se encuentra en el proceso inverso de la deshumanización. La medicina no se trata de ver primero los síntomas y problemas de Raúl, sino, ver primero a Raúl y luego a sus síntomas y problemas: si el estudiante de medicina se humaniza, el paciente también.
[1] Mental Health Atlas Country Profile 2014 http://www.who.int/mental_health/evidence/atlas/profiles-2014/per.pdf?ua=1