Puede parecer descabellado afirmar que la lucha libre profesional oculta un lado artístico detrás de toda su parafernalia. Ya no es un secreto que la mayor parte de lo que sucede en el ring corresponde a una simulación de movimientos y situaciones, algunas más estrambóticas que otras. Pero ¿qué hay de mágico tras el espectáculo que continúa atrayendo a millones de espectadores? Sin duda, una pregunta que permite expandir nuestros horizontes sobre este tipo de entretenimiento.
Todavía guardo el recuerdo de mi abuela frente al televisor viendo las peleas que pasaban por las noches en algún canal nacional. Fue mi primer acercamiento a la lucha libre profesional, específicamente a la World Wrestling Entertainment (WWE). A partir de entonces, aunque ya sin regularidad, me comenzó a fascinar la manera en que estos tipos entraban al cuadrilátero y se golpeaban hasta que el árbitro contaba hasta tres. De niño solía creer que todo aquello era real, que esas historias de héroes y villanos, de traición y amistad, de gloria y fracaso ocurrían de verdad, pero vaya que estaba equivocado.
Con el fin de evitar generalizaciones, centremos la discusión en lo que se refiere a la mencionada WWE, excluyendo estilos como el japonés o el mexicano. El pro wrestling como tal es un deporte que implica disciplinas de combate cuerpo a cuerpo entre dos o más luchadores. Cada enfrentamiento está coreografiado de tal forma que evite poner en riesgo la integridad física del contrincante, salvo en las extremas. Sin embargo, no todo son golpes y acrobacias. La lucha libre incluye actuaciones y puestas en escena que permiten en su conjunto una especie de performance de violencia moderada.
El eterno presidente de la WWE, Vince McMahon, pone especial énfasis en el lado del entretenimiento deportivo más que en el carácter competitivo de la lucha libre. Es por ello que su éxito depende en gran medida del kayfabe, término utilizado para designar la naturaleza ficticia de lo que vemos en el ring. Similar a cualquier arte escénica, se recurre a un grupo de guionistas, conocidos como bookers, encargados de inventar las storylines de cada luchador, definiendo las rivalidades, los resultados de los combates, los cambios de campeonatos, incluso las lesiones y romances, entre otros ángulos. Así vemos por temporadas historias que se desarrollan no solo a través de las peleas, sino también con promociones que incorporan intercambios de palabras y escenas tras bastidores.
Cierto es que en repetidas ocasiones se ha roto el kayfabe y que ya no representa un misterio para el público masivo la condición ficcional del pro wrestling. No obstante, sigue siendo primordial que sus estrellas sean buenos atletas y actores a la misma vez. La construcción de personajes (gimmicks) implica todo un proceso creativo desde la elección de buenos (face) y malos (heel), la confección de los vestuarios hasta el planteamiento de las entradas al cuadrilátero. Pongamos de ejemplo a Mark Calaway, mejor conocido en el mundo de la lucha libre como “The Undertaker”. En la cultura popular su figura se relaciona con la de un ente sobrenatural proveniente del inframundo. Su camino al ring se asemeja al de una marcha funeraria que anuncia el terrorífico destino de su adversario.
Aunque sea mero entretenimiento, es posible encontrar en la lucha libre americana, concretamente en la WWE, rasgos pertenecientes a disciplinas de las artes escénicas. Inclusive, a raíz de la pandemia, han puesto mayor énfasis en los combates cinematográficos como los de Undertaker contra AJ Styles o el de John Cena contra Bray Wyatt. Es verdad que gran parte de los fanáticos considera que la calidad del contenido ha disminuido en comparación a las glorias del pasado. Sin embargo, cabe destacar que ahora las historias presentadas tratan de dejar a un lado temáticas machistas, proyectando una imagen de la mujer fuerte e independiente. Y es que, como toda labor artística, el pro wrestling debe ir de la mano con los cambios en la sociedad.
Edición: Kelly Pérez