El último viernes el expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula Da Silva, salió de prisión. Él se encontraba recluido desde abril del 2018 debido a que fue encontrado culpable del delito de corrupción y lavado de activos en el marco de las investigaciones del caso Lava Jato. Sin embargo, su salida no se debe a que su apelación haya determinado que es inocente por los delitos que se le imputan (ya ves Keiko), sino porque no se ha seguido el debido proceso en su encarcelamiento.
Tras su salida de prisión, Lula Da Silva congregó a varios de sus seguidores y militantes del Partido de Trabajadores, con el fin de criticar la gestión del actual gobierno y exclamó que formaría una coalición de partidos de izquierda para postular a las elecciones de 2022. Con esto buscaría volver a las políticas socialistas que caracterizaron a su gobierno, y que el actual presidente, Jair Bolsonaro (conocido como “el Trump brasileño”), ha criticado y cambiado desde su elección en el 2018. Cabe recordar que muchas veces, desde su encarcelamiento, Lula Da Silva se ha autoproclamado como un preso político, toda vez que su condena a prisión hizo que renunciara a las pasadas elecciones del 2018, cuando estaba en primer lugar en una carrera ajustada con Bolsonaro por la presidencia.
Y es que Da Silva se ha ganado el cariño de un sector de la población brasileña debido a su manejo de las políticas públicas. Este discurso es solo una salida más a una discusión que se repite en diferentes países latinoamericanos: la elección de la mejor forma de direccionar las políticas públicas a aplicar en cada sociedad, con el fin de tener una eficiente distribución de recursos que mejore la situación económica de sus ciudadanos. Muchos ejemplos abundan en este año de protestas y diferentes cambios de gobierno en América Latina, donde los partidos de derecha e izquierda se reprochan entre sí que las ideas que postulan han fallado y han sumido a los países en crisis.
En Argentina, donde hace dos semanas se celebraron las elecciones presidenciales, Mauricio Macri apuntaba a una reelección; sin embargo, ante el evidente fracaso de su actual gestión y la nueva crisis económica, ha vuelto a resurgir el kirchnerismo. Sus representantes son el presidente electo, Alberto Fernández, y su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, ex presidenta de Argentina en dos períodos consecutivos y conocida por sus blusas de $1000 estar involucrada en escándalos de corrupción. Lo más probable es que en su próximo gobierno vuelvan a traer más inflación (?) las medidas socialistas que caracterizaron el gobierno de Fernández de Kirchner, entre ellas la vuelta de los subsidios a la electricidad y gasolina. Asimismo, todos estamos siguiendo el caso de Chile, donde, para muchos expertos, la explosión de la sociedad es una sorpresa; especialmente si consideramos que el modelo económico chileno neoliberal era uno de los más laureados y celebrados, por dejar al país en excelentes índices de prosperidad a nivel macroeconómico. Lamentablemente estos indicadores escondían un descontento general, al dejar de lado a los más necesitados.
En esta pelea sobre cuál es la mejor política económico-social a implementar, parece que los partidos socialistas están saliendo mejor parados (¿qué pasará con la Tía Vero?). Da Silva estará esperando pacientemente que la ultraderecha, que llegó al gobierno después de casi 20 años de gobiernos de izquierda, fracase. De hecho, parece que las políticas radicales por la que los brasileños eligieron a Bolsonaro cada vez están generando más rechazo por parte de la sociedad brasileña (tampoco olvidemos su reacción ante los incendios forestales en la Amazonía). El resurgimiento de Da Silva podría significar una nueva campaña de oposición exhaustiva hasta las elecciones del 2022, donde podrían tener chances de volver al gobierno, tal como ha sucedido en Argentina. Solo esperemos que antes de que suceda esto, los delitos que se le imputan a Lula, y por los cuales sigue cuestionado, no oscurezcan este panorama de renacimiento del Partido de los Trabajadores.