Mucho se discute acerca de la fragilidad económica de las naciones y las empresas, así como de las muchas nuevas maneras en que pensaremos en ellas en el futuro; sin embargo, es necesario prestar atención a los puntos de nuestra propia naturaleza de seres humanos. Sabemos cada vez más cómo funcionamos en cuerpo y mente, pero definitivamente no conocemos todo lo que hay por saber y aún somos vulnerables. En el contexto actual de la pandemia global y de las nuevas prácticas de aislamiento social, conocer nuestras debilidades nos puede proteger y volvernos más fuertes.
Sobrevivir con aislamiento social y además abastecernos es una paradoja. Pone en conflicto ser mortales de carne y hueso con la necesidad por abastecernos de alimentos y bienes de primera necesidad. Primero, en cualquier momento podríamos contraer el virus de quien sea, contagiar a cualquiera y matar a alguien. Segundo, en búsqueda de sobrevivir y protegerse contra el virus, todos, en teoría, nos aislamos, pero… tenemos que abastecernos y trabajar para poder costear dichos bienes. Dependemos de estas demandas biológicas para sobrevivir, pero es peligroso abastecernos cuando podemos ser contagiados. Este artículo no discute la moral del asunto, sino insiste en reconocer esta paradoja de la supervivencia.
Por otro lado, es menos evidente nuestra fragilidad ontológica. La ontología es la rama de la filosofía que estudia “la naturaleza del ser en cuanto ser” o, en otras palabras, “¿qué hace que las cosas sean lo que son?”. Muchos aspectos que tomábamos como una parte indivisible de quién somos se han separado: comunidades, transporte, centros de trabajos, órdenes religiosas, organizaciones, subculturas, grupos de amistad, etc. Afortunadamente la tecnología nos da alternativas que permiten mantener en movimiento la sociedad y, por el momento, son un suplemento con intención de “regresar todo a la normalidad”. Más que hacernos sentir solos en nuestras casas, el aislamiento ha demostrado que la razón para ir al trabajo, ver amigos, salir a correr o viajar era mucho más profunda y necesaria de lo pensado. No me refiero al aspecto económico, sino al del entretenimiento y bienestar que proporcionaba la vida comunal. De hecho, podemos “juntarnos” con nuestros amigos en espacios virtuales, pero no es lo mismo ni es igual: tenemos esa pulsión profunda de interactuar de manera física y debemos ser conscientes de que la estamos reteniendo.
Pero, a pesar de extrañar mucho a la gente que queremos, nuestro concepto del “otro” está transformándose. Necesitamos colaborar unos con otros, pero también debemos mantener unos metros de distanciamiento social porque podríamos ser potenciales portadores del virus, ¿esto me acerca o me aleja del vecino? Igualmente, ya que todos son libres de decidir si se quedan en casa o no, encontramos a más de un irresponsable que nos pone en peligro inminente. Hay con quienes nadie quiere cruzarse en su distanciamiento social y aun así debemos correr el riesgo de encontrarlos: todos son un potencial “irresponsable”.
¿Qué resultado tiene esto en nuestra capacidad de empatía colectiva? Esta es una pregunta por reevaluar de manera constante, entre nuestras debilidades. Al igual que muchos animales, como diversas especies de insectos, podemos lograr resultados más ambiciosos cuando trabajamos en conjunto. Ya que somos mamíferos, tendemos a organizarnos en estructuras familiares o comunales, y no nos resulta natural el aislamiento. Y como una especie más, somos también susceptibles a la extinción.
Durante el brote de la peste bubónica que azotó Europa, África y Asia durante el siglo XIV, a falta de muchos de nuestros conocimientos científicos, la primera aproximación al virus fue de naturaleza religiosa. Como inicialmente la peste se comprendió como un castigo divino, la Iglesia presentó el concepto de “miasma”, un “olor despedido por los actos inmorales de la vida en ciudad”, como el culpable del contagio. Este brote duró por más de 400 años, por lo que muchos de los hallazgos se dieron mediante ensayo y error, pero logramos identificar la vida en ciudad y el aseo personal como comunes denominadores de los focos infecciosos. Tras el caos que despertó la pandemia, y sin conocimientos para protegernos contra el virus, los Gobiernos optaron por mayores regímenes de control sobre sus ciudadanos y esto resultó en los primeros sistemas de orden de salud pública. Siguiendo métodos de ensayo y error, así como asumiendo los modelos de las ciudades más exitosas, estas primeras entidades de salud pública lograron ordenar el aislamiento social, regular el comercio de bienes, fumigar las importaciones, e instaurar un sistema de control en las fronteras que resultó en la invención de la “cuarentena”.
Reconocer nuestras debilidades animales y límites biológicos no tiene por qué representar un golpe en el ego colectivo. Como el postulado de Copérnico que nos ubicó adecuadamente fuera del centro del universo, los nuevos conocimientos en inmunología y salud pública que resulten de esta pandemia reforzarán la capacidad de supervivencia y la calidad de vida del ser humano.
Edición: Paolo Pró
Me gusto el punto y sentido filosófico del artículo, de forma sencilla nos lleva a verlo introspectivamente.
Excelente artículo!