La noche del viernes 01 de noviembre, en Wisconsin (USA), Mahud Villalaz se disponía a cenar en un restaurante mexicano cuando, de pronto, otro hombre le arrojó ácido de batería en la cara y lo acusaba de “estar ilegalmente en el país”. El pasado mes de junio, una pareja de lesbianas fue golpeada brutalmente en un autobús de Londres cuando un grupo de hombres notó que se besaban. Y, sin ir muy lejos, en nuestro país, los casos de violencia contra la mujer y los miembros de la comunidad LGTBI aumentan cada año. ¿Qué rastro en común encontramos en estos crímenes? Esta difícil situación se da en el contexto de una compleja problemática mundial: los crímenes de odio a una comunidad particular.
Primero aterricemos el concepto: un crimen de odio es cualquier agresión contra una persona, un grupo de personas, o su propiedad, motivado por un prejuicio contra su raza, nacionalidad, etnicidad, orientación sexual, género, religión o discapacidad.
Ahora, ¿cuál es la diferencia entre un crimen ordinario y un crimen de odio? Básicamente, hay dos diferencias. En primer lugar, la víctima tiene un estatus simbólico, es decir, no se la ataca por quien es, sino por lo que representa. Así, esta víctima podría ser intercambiable por cualquier otra que comparta las mismas características. Segundo, la intención de este tipo de violencia no es solamente herir a la víctima, sino transmitir a toda su comunidad el mensaje de que no son bienvenidos.
Cabe preguntarse, entonces, ¿cómo se origina este odio? ¿Qué expresan en el fondo estos crímenes? “Este odio está basado en construcciones culturales que expresan estas relaciones de poder que hay en la sociedad: machismo, antisemitismo, homofobia y otras formas de exclusión. Este rencor está basado en un desprecio profundo por la situación del otro”, comenta el Dr. Juan Carlos Callirgos, docente del Departamento de Ciencias Sociales en la PUCP.
Entonces, a decir de Callirgos, los crímenes de odio son la expresión discriminatoria de la naturaleza hostil que parte de una representación estereotípica. “Si yo juzgo por religión, color de piel u condición social, estoy deshumanizando. Si prejuzgo por condición sexual, no conozco al individuo y ya le puse una etiqueta encima. En otras palabras, no me relaciono con el individuo en sí, sino con una categoría que le pongo”, agrega el profesor.
Es en este punto en el que te invito, amigo lector, a que recuerdes la siguiente escena. ¿Tú hubieses prejuzgado a Shrek?
Una de las claves para solucionar este problema es la tolerancia, pero no en el sentido de “tolerar’ algo que se rechaza, sino en reflexionar sobre por qué te molesta alguien por tener alguna conducta o apariencia determinada. Esto es, no solo hay que tolerar, sino también aceptar, reconocer y romper los prejuicios que nos llevan a rechazar a cierto tipo de personas, ya sea por el color de su piel, orientación sexual o religión. En esa línea, los Estados deben plantear soluciones a través de cambios institucionales y estructurales. Estos comprenden desde temas educativos hasta legislación y decretos supremos que visibilicen a los grupos agredidos para que en un futuro próximo dejen de serlo. Ejemplo de ello en el Perú fue el Decreto Legislativo 1323, que agravaba las penas para los crímenes de odio y la violencia de género. Lamentablemente, este fue derogado por nuestro querido Congreso en 2017.
Impedirles la visibilidad a estos grupos no solo significa no vivir en tolerancia, sino que es la negación absoluta de la realidad. Dicho de otro modo, se legitima, desde el Estado, que estos grupos sigan siendo agredidos”, complementa el profesor Agustín Espinosa, profesor de Psicología. Esto, sumado a la discriminación constante, las desigualdades profundas existentes y la exacerbación de los prejuicios en el discurso político #EfectoTrump, convierte este problema en una peligrosa bomba de tiempo.
Edición: Paolo Pró